No llegaste como los cuentos,
ni con flores,
ni con promesas dulces.
Llegaste como la calma
después de una tormenta muy larga.
Al principio tuve miedo.
Pensé que te ibas a ir.
Que si me veías de verdad,
con todas mis grietas,
con todas mis cicatrices invisibles,
te ibas a alejar como todos los demás.
Pero tú no saliste corriendo.
Te quedaste.
Y no para salvarme…
sino para acompañarme mientras aprendía
a salvarme sola.
Me miraste
como si fuera posible amar
a una chica que había aprendido a esconderse.
Como si mis silencios no te asustaran.
Como si mis muros no te molestaran.
Solo los tocaste
con paciencia,
con ternura,
con verdad.
Y entonces descubrí algo nuevo:
el amor no tiene que doler.
El amor puede ser risa en la cocina.
Puede ser una mano tibia en invierno.
Puede ser dormir sin miedo.
Puede ser confiar,
sin tener que preguntar cada dos segundos:
“¿de verdad no te vas a ir?”
Contigo aprendí a ser vista.
No como una sombra,
no como una historia triste,
sino como alguien completa.
Con pasado, sí.
Pero también con futuro.
No sé si sabías todo lo que me diste,
pero hoy te lo digo,
con el alma abierta:
Me hiciste sentir amada
por primera vez.
Y eso,
eso no se olvida nunca.
Gracias por no tener miedo de mis pedazos.
Por no intentar pegarlos.
Solo por quedarte,
mirarlos,
y decirme:
“igual te quiero.”
Con amor del bueno,
yo.
La que por fin supo que era posible.
#2107 en Otros
#498 en Relatos cortos
#460 en Joven Adulto
libertad, amor dolor amor propio superacin, sanación interior
Editado: 17.07.2025