Te sostenía como a una cuerda
cuando el mundo se rompía.
Como un hilo invisible
que me ataba a algo más grande
que mi dolor.
Y por mucho tiempo
me bastó con eso.
Con imaginar que había algo allá arriba
que sí me escuchaba
cuando nadie más lo hacía.
Pero un día…
empezaste a tambalear.
Y no fue por odio,
ni por rabia.
Fue por cansancio.
Por tantas preguntas
sin respuestas.
Por tanto silencio
cuando más necesitaba una señal.
Te miré de frente,
fe,
como quien mira a una amiga de toda la vida
y le dice:
“no sé si todavía confío en ti.”
Me dolió dudar.
Sentí culpa.
Sentí miedo.
Porque tú habías sido lo único constante.
La única que se quedaba
cuando todo se desmoronaba.
Pero incluso tú,
te volviste frágil.
Temblaste conmigo.
Te hiciste pequeña
en los días oscuros.
Y pensé:
¿será que también te estoy perdiendo?
No fue una caída.
Fue un temblor.
Una grieta en el suelo
que me hizo detenerme
y mirar al cielo con los ojos llenos de lágrimas.
Y sin embargo…
aquí estás.
Todavía.
Aunque distinta.
Aunque no seas la misma fe inocente
que tenía de niña.
Ahora eres más silenciosa.
Más real.
Menos promesa,
más presencia.
No me das todas las respuestas,
pero me acompañas
mientras las busco.
Y eso,
eso me basta.
Con la voz baja,
pero el corazón abierto,
yo.
La que sigue creyendo…
a su manera.
#1784 en Otros
#407 en Relatos cortos
#347 en Joven Adulto
libertad, amor dolor amor propio superacin, sanación interior
Editado: 17.07.2025