Tardaste.
Tardaste tanto
que pensé que nunca ibas a llegar.
Te busqué en los demás,
en sus palabras,
en sus abrazos,
en sus ojos.
Y por no encontrarte,
me conformé con migajas,
me entregué con miedo,
me abandoné tantas veces
que olvidé cómo se sentía
tenerme.
No sabía cómo se amaba una misma.
Pensaba que era egoísmo.
O mentira.
O una meta reservada para otras.
Yo solo sabía cuidarme con castigos.
Protegerme a punta de silencio.
Sobrevivir sin ternura.
Y sin embargo…
un día apareciste.
No como un estallido,
sino como una brisa tibia
que me acarició en medio del caos.
Llegaste en un día cualquiera,
mientras me miraba al espejo
y ya no me odiaba tanto.
Mientras escribía
y pensaba:
“esto también vale.”
Te hiciste espacio
en la forma en que ya no me comparo,
en la paciencia con la que me hablo,
en el café que me sirvo sin culpa,
en el “no” que aprendí a decir sin temblar.
Amor propio,
tú no curas todo.
Pero haces que duela menos.
Haces que lo que antes me destruía,
ahora me deje lecciones en vez de ruinas.
No eres constante,
pero tampoco te vas del todo.
Y eso me basta.
Hoy sé que soy más que lo que otros vieron,
más que lo que otros tocaron,
más que lo que otros rompieron.
Soy todo lo que me reconstruí.
Soy lo que me habito.
Soy lo que me abrazo.
Gracias por llegar tarde,
pero a tiempo para salvarme.
Con ternura,
yo.
La que por fin aprendió a elegirse.
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Editado: 17.07.2025