Al principio te odiaba.
Pensaba que eras castigo.
Que eras ese hueco inmenso
donde caía cada vez que no sabía a quién acudir.
El silencio me asustaba.
Porque en él,
escuchaba todo lo que dolía
con más fuerza.
Pero no me dejaste sola.
Te quedaste.
No me juzgaste,
no me apuraste,
solo estuviste ahí…
quieto, firme, inevitable.
Y entonces entendí:
no eras el enemigo.
Eras el espacio.
El descanso.
La pausa entre el ruido y la palabra.
Me sostuviste cuando el mundo era demasiado.
Cuando mi voz temblaba tanto
que no podía salir.
Ahí estabas tú,
sosteniéndome.
En medio de la noche.
En medio de mí.
Gracias por no exigir explicaciones.
Por no tocarme.
Por no romperme.
Gracias por dejarme llorar sin preguntas.
Por quedarte en los días
en que solo necesitaba
que nadie más hablara.
Me mostraste que a veces el silencio
es oración,
es abrazo,
es lenguaje.
Y que dentro de él
también hay respuestas.
También hay verdad.
Hoy ya no te temo.
Te busco.
Porque en ti aprendí
a escucharme.
A encontrarme.
A renacer bajito…
pero viva.
Con respeto,
yo.
La que se hizo fuerte contigo.
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Editado: 17.07.2025