No recuerdo cuándo llegaste.
Tal vez en una noche de esas
donde no podía más.
Tal vez en medio del silencio,
cuando las palabras no podían salir por la boca
y encontraron en el papel
una salida.
Al principio no sabía que eras refugio.
Solo escribía por impulso.
Por necesidad.
Como quien respira hondo
antes de hundirse.
Y poco a poco,
te convertiste en hogar.
En lugar seguro.
En espacio donde nadie me interrumpía,
donde mi historia podía existir
sin pedir disculpas.
Me escuchaste cuando nadie lo hizo.
Guardaste mis secretos.
Mis miedos.
Mis sueños más imposibles.
Mis recuerdos más rotos.
Contigo lloré sin que me vieran.
Reí sola.
Grité bajito.
Y volví a encontrarme,
una palabra a la vez.
Me diste voz
cuando todo afuera me pedía silencio.
Me diste consuelo
cuando no sabía cómo consolarme.
Me diste forma
cuando me sentía invisible.
No eres perfecta.
A veces me enfrento a ti
como si fueras un espejo.
Y me cuesta.
Me duele.
Pero siempre,
siempre vuelvo.
Porque escribir,
para mí,
es vivir dos veces.
Es sanar lo que duele
y nombrar lo que aún late.
Gracias por no dejarme sola.
Por ser un faro
cuando todo lo demás
parecía oscuridad.
Con tinta en los dedos
y paz en el pecho,
yo.
La que encontró en las palabras
una manera de volver a casa.
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Editado: 17.07.2025