Y al final…
llegaste.
No con fuegos artificiales,
ni promesas vacías,
sino con pasos suaves
y ojos que miraban de verdad.
Llegaste cuando ya no te esperaba,
cuando había dejado de buscarte
para empezar a buscarme.
Y quizá por eso te reconocí:
porque ya no venías a completarme,
sino a acompañarme.
No me pediste que cambiara.
No me exigiste que ocultara mis heridas.
Me viste así,
entera en mis pedazos,
y aún así…
decidiste quedarte.
Contigo aprendí que el amor
no tiene que doler.
Que no hay que ganárselo,
ni merecerlo,
ni justificarlo.
Contigo, el amor simplemente es.
Es desayuno compartido,
es silencio cómodo,
es carcajada sin miedo,
es mirada que abraza
sin tocar.
A tu lado entendí
que puedo ser fuerte sin escudos,
tierna sin miedo,
libre sin alejarme.
Porque tú no enjaulas,
no corriges,
no hierves ni congelas.
Tú sumas.
Sostienes.
Y en tu abrazo… descanso.
Gracias por llegar cuando todo en mí
ya había decidido no conformarse.
Gracias por enseñarme
que hay amores que sanan,
que se quedan,
que no repiten historias viejas.
Gracias por hablarme con paciencia,
por tocarme con respeto,
por amarme sin medida
pero sin prisa.
A ti,
el amor que sí llegó.
El que no vino a salvarme,
sino a caminar conmigo.
Con la paz que antes no conocía,
yo.
La que ya no tiene que huir.
#1241 en Otros
#249 en Relatos cortos
#219 en Joven Adulto
libertad, amor dolor amor propio superacin, sanación interior
Editado: 17.07.2025