A ti.
Sí, a ti…
la que un día pensó que no iba a sobrevivir.
La que se abrazó en silencio tantas veces.
La que caminó con miedo
pero igual caminó.
A ti, que lloraste en baños cerrados,
que te tragaste gritos,
que aprendiste a sonreír
con el corazón hecho trizas.
Mírate ahora.
No perfecta,
no invencible,
pero viva.
Llena de cicatrices que ya no sangran,
de memorias que ya no duelen tanto,
de amor…
real.
Hoy estás en algún lugar del mundo,
quizás en una casa sencilla,
con ventanas que dan al campo
y risas de niños que corren sin miedo.
Quizás estás tomando té
con el amor que no llegó a herirte,
sino a curarte.
Quizás estás viendo un atardecer
y recordando cuánto dolió llegar hasta aquí.
Y sonríes.
Porque lo lograste.
Porque no te rendiste.
Esos días en que no podías más
valieron la pena.
Las cartas que escribiste
fueron tu puente.
Y las palabras que sangraron en el papel
te construyeron un refugio
cuando el mundo era tempestad.
Gracias por no rendirte,
aunque quisiste.
Gracias por creer en algo
cuando no quedaba nada.
Gracias por cuidar de ti
cuando nadie más supo cómo hacerlo.
Ahora eres madre —de hijos,
de sueños,
de calma.
Eres casa.
Eres puerto.
Eres testimonio de que se puede.
De que sí hay después.
De que sí hay luz.
Y si alguien, algún día,
encuentra estas cartas en un rincón del mundo,
quiero que sepan esto:
la oscuridad no es el final.
Y tú, que estás leyendo,
también puedes llegar.
Con los ojos llorosos,
pero llenos de gratitud,
yo.
La que no se rindió.
La que por fin es feliz.
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Editado: 17.07.2025