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Capitulo 21 Entre el miedo y el amor

Isabelle:

9 años atrás:

Nunca imaginé que tomar esta decisión sería tan difícil.

Cuando descubrí, por casualidad... Había tenido una falta y no le di importancia; al mes siguiente pasó lo que no esperaba... Estaba embarazada de dos meses; el miedo se apoderó de mí. No porque no quisiera a Alexander, porque lo amaba con cada parte de mi ser, sino porque sabía que su madre, Eleonor, nunca me aceptaría como su nuera, ni como nada; yo para ella no valía nada.

Su desprecio hacia mí siempre había sido evidente, y aunque Alexander me aseguraba que eso no importaba, en el fondo sabía que su familia lo era todo para él. Su padre, Henry Whitnore, siempre fue simpático conmigo; él era muy diferente a Eleanor, ella era manipuladora y tergiversaba todo.

Me pasé días enteros pensando en cómo reaccionaría al enterarse del bebé. ¿Se alegraría? ¿O pensaría que le había arruinado la vida? Su vida estaba llena de responsabilidades, de negocios, de expectativas que su madre había depositado sobre él. Y yo... Yo solo era una chica común, sin la elegancia que Eleonor deseaba para su hijo; como ella decía, no era nadie.

Pero no solo eso me atormentaba. Mis padres ya tenían suficiente con los problemas de mi hermano Christopher. No podía darles una preocupación más. No podía ser la culpable de hundir a nuestra familia.

Fue entonces cuando tomé la decisión más difícil de mi vida:

Sí, se puede pensar que cogí el camino más fácil, pero no fue así... La vida te da lo que siembras, pone tropiezos en el camino para que reacciones; está en ti avanzar o quedarte en el camino. Fue entonces cuando lo decidí; una mañana, sin decir nada a nadie, ni siquiera a mi propia familia, cogí, hice la maleta y me fui. Tenía algo de dinero ahorrado para comprar un billete de avión y me marché sin más. Londres dejó de ser mi hogar y me refugié en un pequeño pueblo en Italia, San Vito Lo Capo, un pequeño pueblo costero en la provincia de Trapani, Sicilia. Allí, con el poco dinero que me quedaba, alquilé una habitación diminuta y comencé a trabajar como camarera para poder mantenerme. No era la vida que había imaginado para mí, pero era la que elegí en ese momento.

Los primeros meses fueron los más duros. Lloré cada noche preguntándome si había tomado la decisión correcta. Me imaginaba a Alexander buscándome, preguntándose por qué lo había dejado sin explicaciones. Por qué le había hecho eso. En mis sueños veía a Alexander buscándome, y los dos siendo felices en Sicilia, lejos de todo y de todos, sin complicaciones, un sueño que nunca ocurrió.

Pasaron los años y mi vida tomó un ritmo diferente. Me acostumbré a la rutina, al trabajo, a la responsabilidad de ser madre soltera. No fue fácil, pero mi hijo valía cada esfuerzo que hice, cada segundo de mi vida; por él hice todo, y lo volvería a hacer sin dudarlo ni un solo segundo.

Y entonces lo conocí a él...

Fabrizio Angileri apareció en mi vida cuando menos lo esperaba. Iba todos los días al café, se sentaba en una de las mesas tranquilamente, me pedía un café, empezó a ir también por las noches, cenaba una pizza y se solía quedar hasta el cierre.

Una noche cuando yo salía, me estaba esperando en la puerta. Dijo que quería acompañarme a casa, y yo le dije que no hacía falta, pero él insistió. A mí ya se me notaba la barriga.

—Será mejor que te acompañe hasta tu casa —dijo insistiendo—. Tu marido te estará esperando.

Me quedé callada sin responder.

Una tarde salí temprano y fui hasta un parque que había cerca. Tenía un antojo, me compré un helado y me senté en un banco; miraba a los niños jugar, imaginándome a mi pequeño. Allí, en una esquina del parque, lo vi; estaba pintando a un hombre con su nieto. Me acerqué sin hacer ruido y me quedé mirando cómo pintaba. Al cabo de un rato, el hombre mayor se fue con su nieto y él se percató de que yo estaba ahí.

—¿Qué hacés aquí? ¿Llevás mucho tiempo? —me preguntó.

—Lo suficiente, para ver que eres un buen pintor —le contesté.

Nos quedamos un rato hablando, y ahí empieza nuestra amistad, poco a poco. Era un chico simpático, agradable, con una sonrisa encantadora y con una paciencia infinita. Me ayudó cuando más lo necesitaba, sin preguntas, sin exigencias. Se convirtió en mi apoyo incondicional, en alguien con quien podía compartir mis miedos y mis pequeñas alegrías.

A veces me preguntaba si estaba mal permitir que Fabrizio se acercara tanto. Él quería ser parte de mi vida, pero yo seguía atrapada en mi pasado.

Y ahora, después de todo este tiempo, no dejo de pensar...

"¿Y si me equivoqué al irme?"

Las luces de las farolas entraban por las ventanas mientras sostenía la taza de té entre mis manos. Fabrizio estaba sentado frente a mí. Habíamos compartido años de amistad, pero aquella noche sentí la necesidad de abrirle mi alma, de contarle la verdad que durante tanto tiempo había guardado.

—Necesito decirte algo —dije mirando el té.

Él me miró con paciencia. Respiré hondo y comencé a hablar. Le conté cómo había conocido a Alexander, cómo lo había amado con cada fibra de mi ser y cómo, al descubrir que estaba embarazada, el miedo me había empujado a huir. Le hablé de la indiferencia de Eleonor, de cómo temía que Alexander nunca me eligiera por encima de su familia, y de cómo, con el corazón roto, había llegado a Italia con nada más que una maleta y el peso de mi decisión.

Fabrizio no dijo nada mientras hablaba. Nos habíamos conocido cuando apenas llevaba tres meses en Italia, en el café donde trabajaba. Había sido mi refugio cuando todo parecía derrumbarse y, sin saberlo, se convirtió en mi salvación. Él estuvo allí cuando di a luz a Ethan, sosteniendo mi mano en la sala de partos, susurrándome palabras de aliento mientras el dolor me consumía. Fue él quien sostuvo a mi hijo por primera vez, quien lo acunó mientras yo lloraba de alivio y agotamiento.

—Siempre supe que había algo más en tu historia, Isabelle —me dijo—. Pero nunca quise presionarte; debías de ser tú la que me lo contara.




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