Me dirigí al cementerio; estaba decidido a encontrar la tumba de mi madre. Mi vida ha cambiado en cuestión de minutos. He pasado de ser un hombre con apellido a ser un hijo bastardo.
Lo peor de todo es que no puedo compartirlo con nadie. Ni siquiera con mi mejor amigo, Nicholas, por ahora no me puedo fiar. Y mucho menos con Charlotte, porque sé que no me daría apoyo; a veces ella es fría.
Es duro pensar que, por mucho dinero que tenga, no me sirve de nada. Estoy solo.
Y sin el amor de la mujer que más me ha importado.
Ahora entiendo por qué Eleanor odia a Isabelle. Es como si la historia se volviera a repetir. Eso debe reconcomerla por dentro, porque, en el fondo, sabe que el hombre con el que se casó nunca la amó, como ella creía que ocurriría algún día.
Y, para colmo, crió al hijo de la mujer que odió y envidió el resto de su vida.
Y, según pasaban los años, también comenzó a odiarme a mí. A querer hacer de mi vida un infierno.
El infierno que ella misma había vivido. O, mejor dicho, permitido. Porque el amor no se impone, sino que nace.
Llegué al cementerio. Había dos hombres enterrando a alguien. Me acerqué a ellos y les pregunté por Casandra Lucía López Martínez. Uno de los hombres, el mayor, me señaló un camino y me dijo que siguiera recto, que allí la encontraría.
Encontré una tumba blanca, con unas letras doradas.
Ponía: Casandra Lucía López Martínez.
Y debajo: "Nunca te olvidaremos".
¿Esas palabras? ¿De quién podían ser? ¿De mi padre...? ¿O acaso Casandra había tenido más hijos?
Todo estaba limpio. Había un jarrón con rosas rojas y blancas frescas.
¿Cómo podía ser? ¿Quién le ponía flores?
¿Acaso mi madre estaba viva? ¿Y fingió su muerte? ¿Y por qué...?
¿O tal vez murió después, y es otro hijo quien le trae las flores?
Nada encajaba.
María me había dicho que no sabía más, que buscaría entre sus cosas guardadas, pero pensé que Antonio sí tenía que saber más cosas, pero supongo que por miedo a Eleanor...
Estuve un rato allí, junto a la tumba de mi madre; me puse de rodillas, con las manos sobre la tierra.
—Mamá… ¿Qué es lo que pasó? Ayúdame a descubrir la verdad… y a saber quién te hizo esto.
Cuando me di la vuelta, tuve la sensación de que alguien me observaba. Pero no vi a nadie. Me levanté y me marché.
Subí a mi coche sin saber qué hacer, ni a dónde ir.
Entonces pensé en Isabelle. Y sin darme cuenta, marqué su número.
—Hola, Alexander. —Si quieres hablar del proyecto, será mejor que hables con Amelia; no quiero problemas. —me respondió.
—No, Isabelle… necesito hablar con alguien. No sé qué hacer. Y ahora mismo no sé ni quién soy. Estoy en la puerta del cementerio… He venido a ver a… perdona, olvídalo. No quería molestarte. Está bien, mañana hablo con Amelia.
—Espera, Alexander. Voy hacia allá. Lo que dices no tiene sentido, pero te conozco bien. Sé que te ocurre algo. Y sé que tus palabras salen de tu corazón. Espérame, tardo quince minutos en llegar.
Esperé allí, sentado en el suelo, con lágrimas en los ojos.
Por primera vez en mi vida, me sentía como una mierda.
Un miserable. Un don nadie.
Había perdido todo. Mi familia. Mi novia.
Estaba solo en este mundo.
Tenía dinero, sí… pero, ¿para qué?
No tenía lo más importante en la vida: la familia.
En ese momento pensé que la decisión que tomó mi padre al casarse con Eleanor debió de ser muy dura.
Pero lo hizo por su hijo.
Lo único que le importaba.
Ni siquiera pensó en él.
Si yo tuviera un hijo ahora mismo… daría mi vida por él.
Pero no...
Ni siquiera tengo eso.
Supongo que no me lo merezco.
¿Y si soy un hombre como Eleanor? Ella me crió; tal vez yo ahora soy como... Nombrar su nombre para mí es duro ahora.
Vi el coche de Isabelle acercarse. Al verla, sentí una punzada en el corazón.
—Alexander, ¿estás bien? Dices cosas sin sentido. Cuéntame.
Le conté todo, tal como me lo habían contado a mí.
Ella me miraba en silencio.
Le mostré el móvil con la foto del supuesto testamento de mi padre, que tenía Eleanor.
Lo leyó con calma… y me miró.
—No entiendo mucho de esto, Alexander. Pero hay cosas que no cuadran. Por ejemplo: se hizo un mes antes de que tu padre muriera. Eso no tiene sentido. Eres su único heredero; tu padre jamás te hubiera negado las empresas. Además, él sabía que Eleanor es ambiciosa, que nunca lo amó y que a su muerte las cosas cambiarían para mal si ella manejaba todo. Tú mejor que nadie sabes cuánto te quería tu padre.
—Y es más —continuó Isabelle—, si ella hubiera administrado las empresas, ahora estarían cerradas o en quiebra. No, Alexander… esto está manipulado. Habla con tu abogado. O mejor, busca otro, por si el tuyo está comprado. Ese es mi consejo.
—Sé que tú, Isabelle, eres sincera conmigo. No puedo confiar en nadie. Solo en ti.
—Cuando estaba en el cementerio, sentí que alguien me observaba. No sé… Igual son cosas mías. Me siento hundido. Sin fuerzas para seguir. Pensé que era más fuerte, pero no. Me porté contigo como un miserable… y tú todavía has venido, cuando te he llamado has venido, creo que no me lo merezco. Eres una gran mujer. Y yo, un maldito idiota.
—Te equivocas, Alexander. Solo te dejaste llevar. Tu madre te metió cosas en la cabeza. Eras joven.
Y confiaste en ella… A esa edad, las cosas se ven diferentes.
Si fueras un mal hombre, no estarías aquí, llorando, con el corazón hecho trizas.
Si no, todo lo contrario: te importaría poco que tu madre biológica esté ahí. Ni siquiera hubieses venido.
A eso se le llama un hombre miserable y sin corazón.
Pero tú no lo eres.
Eres un gran hombre.
Con un enorme corazón.
Y estoy segura de que, donde quiera que esté tu padre, estará orgulloso de ti.
Porque te has convertido en un buen hombre.
Y eso es porque tu madre, Casandra, y tu padre, Richard, tenían un gran corazón.
Y te concedieron con amor.