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Capítulo 83 Destino

Salí del bufet de Walter; tenía que hablar con Antonio. Tuve una conversación con él bastante larga. Cuando me marché, estaba enfadado. Las acusaciones de Antonio eran muy graves. Subí a mi coche y llamé a mi abogado, Walter. Cuando le conté todo lo que me había dicho Antonio, no se sorprendió.

—Alexander, tú y yo sabemos que son acusaciones muy serias, y para ello necesitamos pruebas. Supongo que a tu padre le harían la autopsia, ¿no?

—Sí, por supuesto, pero no recuerdo el nombre del forense.

—No te preocupes, eso me es muy fácil averiguarlo, tengo amigos dentro. Y ahora que sabemos que el tal David es hijo de Eleanor, será más fácil encontrarlo. En algún hospital tuvo que dar a luz; tiene que haber un registro. Seguramente tu padre o tu abuelo constan en algún papel. —David debe tener los apellidos de tu padre o de tu abuelo —me dijo Walter.

—He averiguado que Eleanor tiene una cuenta abierta en Costa Rica, un paraíso fiscal. Puede ser que David viva allí. Creo que estamos muy cerca, Alexander. Tu caso me está gustando... es increíble todo. Si no me lo hubieras contado tú y yo no lo hubiera visto con mis propios ojos, jamás me lo hubiera creído.

—Sí, la verdad es que es sorprendente, hasta ahora todo les ha salido bien. Ahora mismo voy a volver a visitar a María; debo hablar con ella. —Con lo que sepa, te llamo, Walter —le dije.

—Claro, ya sabes que me puedes llamar a cualquier hora. Y no te preocupes. Hablamos, Alexander. Cuídate.

—Chao —le dije, y colgué.

Más tarde llegué a Shere, Surrey, a la calle Middle Street, donde vive María. Las persianas estaban bajadas, me pareció extraño. Me acerqué y toqué el timbre. Se asomó la vecina de al lado.

—¿Otra vez usted, joven? La señora María no está.

—¿No está? —¿Ha salido de compras? —pregunté.

—¿No se ha enterado, joven? Está en el hospital. Según me han dicho, está grave.

—Pero si hace una semana hablé con ella y estaba perfectamente. ¿Se ha caído?

—No. Pasó hace cuatro días. Me la encontré caída en el suelo. Según dicen, fue un ataque al corazón. Eso es lo que sé, joven.

—¿Sabe en qué hospital está, señora Maria? Necesito verla.

—Sí, joven. Está en el Central, que es el más cercano.

—Gracias —le contesté.

Llegué al hospital y pregunté por María González, una paciente que había sido ingresada hacía cuatro días.

—¿Es usted pariente? —me preguntó la recepcionista. Las visitas están restringidas por consejo médico.

—Soy su sobrino. Tengo derecho. —No me puede impedir que la vea —le dije, una mentira; tenía que intentarlo de otro modo, sería imposible entrar.

—Por supuesto, señor...

—Michael González —contesté. —¿En qué planta está, mi tía María? —pregunté.

—Tercera planta, habitación 312. No podrá estar mucho tiempo.

Subí en el ascensor. Llegué a la puerta, toqué suavemente con los nudillos. Me abrió una enfermera. Me preguntó quién era, y le contesté lo mismo. Enseguida me vio María.

—¿Cómo está mi tía preferida? —le dije sonriendo.

Ella me sonrió.

—Estoy bien. Te estaba esperando. Pasa, siéntate aquí a mi lado.

—¿Cómo te encuentras, María? ¿Estás segura de que podemos hablar? Estarás cansada... Yo puedo esperar. Lo primero es tu salud.

—No hay mucho tiempo, joven. Mira, abre el cajón de esa mesilla. Ahí están las llaves de mi casa. En la segunda planta están las habitaciones. En la del fondo, hay un baúl pegado a la pared. Detrás hay un sobre: hay cartas de tu madre y también fotos, incluso de cuando naciste. Ve antes de que se las lleven; ahí hay parte de tu vida.

—¿Pero quién querría llevarse las cartas y las fotos? No tienen valor alguno. Pero dime, mi madre está viva, ¿verdad? María, dime la verdad. Solo te pido eso, no creo que sea mucho pedir.

—No, no es mucho pedir, además... Yo creo que ya ha llegado la hora. Pero antes quiero que me prometas algo, joven.

—Se lo prometo, señora María. Dígame.

—Tu madre está viva, sí, pero no puedes buscarla. La pondrías en peligro. Me lo has prometido. Con las cartas que dejó, sabrás cosas; tengo un diario que me dio para ti. Nadie puede saber de esas cartas, ¿me oyes? Mientras Eleanor siga viva...

—¿Pero… tan grande es el miedo que tienes a esa mujer? ¿Ni que fuera el mismísimo demonio?

—Créeme, lo es… Puede que sea peor que el demonio, que Dios me perdone. Todo lo que toca esa mujer muere o desaparece. Ten cuidado con esa mujer, no tiene alma, y te odia con todas sus fuerzas.

—María, ¿sabes algo de un tal David? Creo que fue un hijo que tuvo Eleanor. ¿Te suena su nombre?

—Sí. El famoso David… Era malo como su madre. Cuando era pequeño, pegaba a los demás niños, se mofaba de los hijos de los sirvientes. Se lo llevaron fuera del país cuando cumplió diez años. Creo que a un internado en Estados Unidos. Tu padre no podía con él. Quería tenerlo lejos de ti; era una mala influencia.

—¿Y cómo sabes todo eso, María? ¿Y David de quién era hijo, de mi padre?

—David era hijo de tu difunto abuelo; él era un mujeriego, tuvo muchas amantes, y tu abuela lo sabía, pero bueno, eran otros tiempos. Tu padre me lo contó todo. Yo ayudé a esconderse a tu madre. Él preparó su "muerte", su entierro y su nueva identidad. Y yo era el medio para que tu padre supiera de tu madre. Eso es todo, Alexander. Ve a mi casa, busca el sobre y escóndelo donde nadie lo sepa. Ahí está todo: tu vida y la de tu madre. No confíes en nadie, hijo. Todo el mundo tiene un precio, y hay quien mata por ello.

—Solo una pregunta más, entonces, ¿cómo se llama mi madre ahora? Dime, me iré ahora, no te molestaré más.

—No eres para mí una molestia, joven, todo lo contrario; tu madre se llama... Katia Maria Gonzalez. Yo quiero a tu madre como si fuera mi hija. Y tú eres su hijo. Ahora ve, no hay tiempo…

—Gracias, Maria. No sé cómo agradecértelo. Te has portado conmigo como si fueras de mi propia familia.

Salí de allí, pero no sabía muy bien a qué se refería con lo de “no hay tiempo”. Me había contado muchas cosas, pero había algo en María que me parecía raro... Desde el primer día, me daba confianza, pero había algo en sus ojos...




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