Ella era una flor en aquel lugar. Con su vestido celeste y guillerminas negras, el calor del gimnasio no daba tregua ante el calor del exterior. Incluso empapada en cerveza se sentía su olor a jabón; olor a limpio, olor a niña bien.
Su madre no era una flor. Era un carnaval para los sentidos. Su antigua belleza se sostenía precariamente a base de maquillaje y vestimenta juvenil. Unos insolentes tacones rojos completaban el conjunto y le daban la impresión de que estaba frente a una mujer peligrosa; una mujer que solo sabía pensar en sí misma.
Mi padre nos presentó. Su nueva novia y la hija de esta. La señora, una mujer inteligentemente atractiva a quien se había enganchado.
Les di la mano a las dos. La mujer me la recibió reticente; la niña, a duras penas. Cada una por sus propias razones que pude leer en ambos pares de ojos. La mayor repelía mi sudor. La niña estaba completamente avergonzada por su apariencia. Su madre no había reparado siquiera en ofrecerse a llevarla a cambiar su ropa mojada.
Cuando salí del vestuario, tomé la camisa que usaría sobre la camiseta blanca y la coloqué sobre los hombros de la niña bien. Su vestido estaba pronto a secarse debido al calor, pero por alguna razón se sintió incómodo al notar sus pezones, apenas perceptibles, asomar bajo la tela que se le había pegado al cuerpo.
“¿Qué tal si vamos a cenar?”
Mi padre no tenía ningún tacto.