Volver a vos

Madre

En oposición al río, caminamos con los muelles a la espalda. Buscamos algún bar donde tomar refrescos y comer unos sánguches. Estábamos los cuatro famélicos.

En ese bar que ya no recuerdo, me enteré de que Alberto venía a vivir con nosotros. En silencio, mastiqué mi comida y esa nueva información. Más de una vez, madre tuvo que llamar mi atención, dado que parecía estar lejos de ese lugar.

Así mi vida giró de nuevo a ciento ochenta grados. Ese fue el año en que cumplí los dieciséis años.

Si la entrada de Omar en nuestras vidas había significado un cambio drástico, la llegada de Alberto sacudió hasta los cimientos en que se apoyaba mi realidad cotidiana.

“¿Quieres otra gaseosa?” Invitó ese nuevo integrante del clan al que, de ahora en más, supuse que debía mirar como a un hermano.

Sí, seguíamos de alguna manera en ese bar cercano al Teatro Gran Rex. Madre y Omar se tomaban las manos por debajo de la mesa y yo sentía que los hombros me pesaban. Negué con la cabeza e hice un bollito con la servilleta que había envuelto el sánguche.

“Alberto también trabaja en los muelles, como Omar”, especificó madre. Yo asentí ligeramente.

En esa charla, aprendí que la nueva adquisición familiar tenía cinco años más que yo, no sabía leer ni hacer cuentas y trabajaba cargando semillas en los barcos exportadores. Además, practicaba boxeo amateur. Cuatro o cinco días a la semana, iba a un gimnasio de la zona para entrenarse. Allí había estado durmiendo estas últimas semanas, hasta que Omar decidió contarnos de su existencia.

“¿En España también peleaban?”

La curiosidad de madre quizás era un intento por mantener una conversación que estaba muerta desde el inicio.

Omar contó con lujos y detalles una vida en Málaga que nada podía envidiarle a la de un pordiosero. Al menos así me pareció a mí. Madre era agua de otro pozo… Sus ojos parecían brillar ante la narración exagerada de su novio. Alberto colaboró con algunas frases, si bien parecía ser de los que eligen el silencio sentido antes que las palabras incómodas.

Con el tiempo, él mismo me dejaría entender que su padre no había conocido su existencia hasta bien entrado en la vida. Tendría aproximadamente mi edad cuando hubo tocado la puerta de su casa con la noticia del fallecimiento prematuro de su madre y la urgencia de encontrar trabajo con que forjarse una vida.

Negado al principio de reconocer la existencia de un hijo ya criado, Omar había terminado por aceptar ese hijo que el destino le acercaba. Y sin más prueba que las palabras de una difunta, que nunca se ponen en tela de juicio, lo recibió en su casa, lo llevó al bar que frecuentaba siempre, le compró su primera cerveza y lo inscribió en los muelles como estibador.

Madrugada tras madrugadas, hombre y muchacho se levantaban juntos, desayunaban un café más quemado que caliente con una rodaja de pan y sorteaban el camino hasta el puerto. Allí, mañana tras mañana, cargaban y descargaban barcos. Ambos, acaso en silencio y sin dejar que el otro se enterara, soñaban con entrar un día a la barriga interior de esas naves y cruzar el Atlántico para no volver más.

Del otro lado del océano existía una tierra nueva llena de esperanzas: la Argentina. Era tan bella que su puerta de entrada era un río bendecido: el río de la Plata. Así fue que, moneda tras moneda, día de hambre tras día de hambre, esfuerzo tras esfuerzo, padre e hijo pudieron comprar sendos boletos para alcanzar una nueva vida.

La vida en Buenos Aires no resultó ser tan distinta a la de Málaga. Ambos se levantaban antes del amanecer y partían al puerto a trabajar. Allí, el trabajo se extendía durante todo el día si era una jornada buena. Llegaban a la noche extenuados, con las espaldas cansadas y las manos callosas. Pero, con cada bocanada de aire que aspiraban frente al mar, respiraban la libertad de la nueva tierra con la que tanto habían soñado. Allí –sí, allí–, se llenarían las manos, las barrigas, los bolsillos. Serían ricos de todo. No les faltaría nada.




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