El tiempo es un loco que pasa inexorablemente. No se detiene a esperar a nadie. Así vi crecer la barriga de madre, redondearse y quejarse del peso, de las várices, de los pies hinchados, de Omar que no ayudaba, del trabajo perdido.
El padre Juvenal me consiguió trabajo limpiando casas de gente pudiente de la parroquia. Pagaban lo suficiente para recuperar el sueldo perdido de madre en la Cruz Roja. Lejos quedaron los tiempos de los uniformes de enfermera y los zapatos con betún. En su lugar, lavaba ropa en el conventillo. Yo la planchaba cuando llegaba de mis trabajos.
El día del nacimiento de la criatura, una comadrona asistió a madre. Yo la ayudé en todo lo que pude. Finalmente, luego de un arduo trabajo de parto, nació una niña tan preciosa como madre, con pelusa en la cabeza y todos los dedos en manos y pies. El parto duró más de lo que dura un día, y cuando finalmente terminó, madre estaba extenuada. La comadrona puso a la niña en mis brazos y aconsejó dejar dormir a madre, para recuperar fuerzas. Luego se fue.
El sueño profundo en que sucumbió madre me inquietó. La ausencia de Omar, también. Finalmente, tarde a la noche, apareció Alberto con un ojo morado y algunos billetes. Había estado en el Gran Rex y había ganado algunas apuestas. Nerviosa, le mostré a la niña, que dormía en un colchón en el suelo cerca de madre, y le dije todo lo que se me ocurrió. Fue él quien se acercó a madre y anunció que había fallecido. Fue él quien se ocupó de buscar al sacerdote al día siguiente y de avisar a su padre la desgracia.
Mientras tanto, yo estaba en un limbo. Di la niña a una vecina y fui a trabajar, aun sabiendo que cuando volviera, ya no vería a madre. Alguien se haría cargo del cuerpo y lo llevaría a cremar, para después tirar sus cenizas en fosa común. Pero, ¿qué podía hacer yo? No podía dejar de ir al trabajo.
Así pasó una semana también. Me di cuenta de que, sin madre, Omar y Alberto bien podrían tomar a la niña y dejarme sola, puesto que no éramos una verdadera familia. Sin embargo, otra vez vino Alberto en mi rescate con una sola frase.
“Esperame que yo siempre vuelvo, Emma”, me aseguró. Y, por alguna razón, quise creerle.
“Yo te bautizo Ginebra en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, dijo el padre Juvenal en la misma iglesia donde solíamos rezar madre y yo esperando un milagro.
Los padrinos de la niña fuimos Alberto y yo, a falta de otros que quisieran el puesto. Omar, con cara triste, se mantenía al margen.
Poco a poco nos habituamos a nuestra nueva realidad. Mecha, la vecina más limpia de todas, se encargaba de cuidar de Ginebra (porque ese fue el nombre que le elegí) mientras los adultos salíamos temprano a trabajar. Por la noche, yo cuidaba de la niña. Omar, sin madre que le diera un motivo para levantarse e incluso asearse, tomó el hábito de gastar su jornal en alcohol. Cuando bebía, yo mantenía a la niña lejos de él e incluso me escudaba a mí misma detrás de Alberto, que hacía las veces de medidor.
Intento recordar lo menos posible de aquellos años. Me colgué a la esperanza que me daba la promesa de Alberto de que siempre volvería, y con esa fe salía temprano a trabajar y volvía cansada a una pantomima de hogar en donde hacía de cuenta que tenía una familia.
Un día, sin previo aviso, Omar se fue.
Al principio, no nos dimos cuenta. Su cuarto, el que solía compartir con madre, seguía siendo un desastre completo que yo me ocupaba de limpiar y ordenar una vez por semana. Pero un día noté el detalle de que faltaba el bolso. Ese mismo con el que había aparecido un par de años atrás en nuestras vidas, con alguna muda de ropa y nada más.
La verdad fue que no nos sorprendimos. De algún modo, mi hermanastro y yo ya veníamos esperando este desenlace desde hacía tiempo. Incluso hasta nos miramos y respiramos aliviados: con su afición al alcohol, últimamente era más una carga que una ayuda. Su ida representaba un ahorro en el alquiler de una habitación, dado que con Alberto ya no nos planteamos vivir en cuartos separados.
Una noche de domingo de marzo, tomé a Ginebra conmigo, la vestí linda y decidí ir en busca de Alberto que practicaba en el gimnasio. Hacía días que estaba esquivo, hablaba poco y casi no me miraba.
Estaba en el ring cuando entré al lugar. Le reconocí enseguida a pesar de que estaba lejos. Se movía ágilmente y evadía golpes dirigidos a su cara. A un costado, cerca de una oficina, estaba el dueño del recinto. Me acerqué a saludarlo. Bruno, un exboxeador retirado, tomó a Giny en brazos y la meció. Ella se rio contenta.
“¿Cómo estás, Emma?”
Iniciamos una charla amena. Le conté que Alberto estaba un poco evasivo esos días y que por eso quería ir a apoyarlo en el boxeo. A lo mejor se me ocurría así alguna manera de hacerlo hablar.
Me miró serio y con lástima.
“Pensé que Alberto te había contado”, respondió.
Me indicó al otro lado del ring. Una mujer mayor que yo miraba embelesada. Era evidente que el centro de su atención era él.
“Oh…” Me sentí una tonta.
Quise evitar sentirme peor, tomé a Giny en brazos y giré sobre mis talones. Pero Alberto me vio desde el ring y me hizo señas. Se bajó y se dirigió hacia nosotras. La niña estaba exultante, como cada vez que él le prestaba atención. Me di cuenta que yo estaba igual, como respuesta a celos que no creía posibles hasta unos momentos antes.
“¿Qué hacen acá, Emma? ¿Está todo bien?” Estaba preocupado.
“Emmm… Sí, todo bien. Solo venía… Veníamos a buscarte”.
“Dame unos minutos. Enseguida me preparo”.
Desde el otro lado del ring, la mujer miraba nuestro intercambio. Me sentí cohibida; su mirada era demasiado fuerte.