Volver a vos

Emma

Alberto me esperaba en uno de los últimos bancos de la parroquia, justo donde le había pedido que se quedara.

Me sorprendía esa capacidad que tenía él de darme lo que necesitaba en el momento justo. De momento, eso era confianza; era un lugar seguro al que volver una vez que me enfrentara con sus propios demonios.

La confesión era ya una costumbre arraigada desde los tiempos de la escuela. Una vez al mes, me acercaba a la parroquia del padre Juvenal, me persignaba y recitaba como una letanía mis pecados. Mi poca predisposición para ayudar a los demás, mi recientemente descubierta vanidad, mi miedo a quedar sola y, ¿cómo no?, mi amor no correspondido. Este último pecado levantó las antenas del sacerdote que, habiendo conocido la historia detrás de mi nacimiento pecaminoso, temía por que mi alma siguiera los mismos derroteros que los de madre.

En vano preguntó el hombre de Dios quién era el objetivo de ese sentimiento no bueno a los ojos del Todopoderoso. Una y otra vez mantuve silencio. En su lugar, esquivé los cuestionamientos y aduje que, a veces, se me hacía difícil mantener el buen ánimo en el hogar. Así dejé que el sacerdote se explayara sobre la importancia de compartir la pesada carga del cuidado de la niña con mi hermano (que así era como el mundo nos veía) y de mantener siempre un diálogo fraterno teocéntrico que permitiera que la familia se nutriera.

Las rodillas se me aflojaron al levantarme del reclinatorio donde había pasado tanto tiempo en santa confesión. Me apoyé sobre el respaldo de una silla hasta que la sangre dejó de latirme en los oídos. Luego me acomodé la pollera, me aseguré de que la mantilla que cubría mis bucles estuviera en su lugar y me dirigí hacia el ala más alejada del altar.

Alberto y Giny me esperaban sentados. La niña hablaba en media lengua, mientras jugaba con un muñeco de tela que yo misma le había cosido días atrás.

Me senté al lado de Alberto y le sonreí. Él me tendió la mano y yo la tomé.

“¿Cuántas oraciones haremos hoy?” Preguntó él.

“Algunas”. Respondí.

Así empezamos a repetir, por momentos de memoria, por momentos con los ojos cerrados, sintiendo cada palabra.

Luego salimos al Sol de domingo. Eventualmente, llegaría la primavera y ya se respiraba en el aire, se veía en los árboles y se notaba en el ánimo general. Guardé mi mantilla en la cartera y alcé a Giny. Caminamos hacia la plaza, adonde vimos a los ancianos dar de comer a las palomas y a los niños andar en bicicletas pequeñas.

Nos sentíamos ricos, millonarios de todo. Tanto que Alberto compró un paquete de pochoclo dulce, que disfrutaron lentamente. La felicidad es así de simple.

Pero también es efímera. Demasiado.

En septiembre de 1951, efectivos de las tres fuerzas (Ejército, Marina y Aeronáutica) intentaron derrocar el gobierno de Juan Domingo Perón. El intento infructuoso llevó al triunfo en elecciones de este mismo presidente para el período 1952-1958. Las elecciones presidenciales del 11 de noviembre de 1951 fueron las primeras en las que participaron las mujeres, gracias a la denominada ley Evita, sancionada en 1947.

En este contexto social y político, Alberto fue llamado para servir bajo bandera, y hacer el servicio militar obligatorio.

Para mí, quien dependía de Alberto más de lo que quería aceptar, la noticia llegó como un baldazo de agua fría. No quedaban dudas: el número de Alberto era uno de los ganadores. Iría a prestarse a la patria por el bien mayor. No importaba que, en el seno de su pequeña familia, fuera más indispensable que para el mismísimo Generalísimo.

Como cada uno lidia con las dificultades a su propia manera, ese día quise entender que mi hermanastro no quería pasar sus últimas horas con Giny y conmigo. Como no llegaba del puerto a la hora habitual, imaginé que habría ido al gimnasio a descargar su frustración contra el saco de boxeo. O tal vez había ido a verse con aquella mujer… La de vestidos caros y sonrisa roja. La que no podía sacarme de la cabeza.

Celos.

Yo sí había corrido al conventillo apenas terminé de trabajar. Yo sí esperaba verlo. Tenía a la niña bañada y perfumada, incluso yo me había puesto mi mejor vestido. Pero él no aparecía.

En algún momento entre que el Sol empezó a bajar y la temperatura del día refrescó, llegó Alberto en toda su gloria. Llegaba sonriente, contrario a toda la mufa que yo me imaginaba que tendría en ese momento. Tenía dos sorpresas: una botella de Coca Cola y tres medialunas de la Confitería El Molino.

“Nuestro postre, Emma. Será nuestro ritual de ahora en más”.

“Pensé que no vendrías”, la voz sonó a reproche.

“Te dije que yo siempre vengo. Siempre”.

Tomamos una sopa de verduras esa noche. De postre, cada uno comió una medialuna de la mejor confitería de la Capital Federal. De a sorbos, nos bebimos la Coca Cola, extasiados de tanto azúcar. Que alguien me explique qué es la felicidad si no es esto.




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