Miro el reloj y calculo que quedan unas dos horas para que amanezca. Me levanto sigiloso. No quiero despertar a nadie.
La niña duerme en una cuna que nos han regalado en la parroquia. Benditas las personas que hacen caridad con aquello que les sobra. Aunque no puedo decirlo en voz alta, porque sé que eso heriría a Emma. Y mi prioridad es hacerla feliz. Me he dado cuenta hoy, tonto yo. Hoy, justo cuando me tengo que alejar, veo lo importante que es para mí.
Me siento al costado de su cama, intentando no hundir demasiado el colchón, para que ella no me note. Ahí está ella, con ese camisón que más que blanco es transparente a la luz de cualquier bombilla. Duerme con la boca entreabierta, respirando acompasadamente. El ceño se le frunce, posiblemente ante un mal sueño. Le paso el dedo sobre él y se relaja.
Ya han pasado dos años desde que nos vimos por primera vez. La conocí a la sombra de una hermosa mujer. Ahora, sin comparaciones, se ha desarrollado hasta ser incluso más bella que aquella.
Me acerco para sentir su aliento.
“Emma”, le susurro. Bajito. Muy bajito. De manera especial, como nunca lo he dicho más que en mi cabeza. Como se le llama a la mujer de uno. Al amor de uno. “Emma”.
Cerca, estamos muy cerca. Entonces la veo abrir los ojos. Se asombra al verme, no lo oculta. Pero no se asusta. Se queda quieta, mirándome. La luz de la luna nos ilumina por entre las cortinas de la ventana sur.
Amago. Estoy jugado. Ya no me importa perder, puesto que mañana ya habré perdido hasta esta oportunidad si hoy la desaprovecho. Ella sigue quieta, sin moverse. No me acepta, mas no dice no.
De pronto mis labios están sobre los suyos. Suavemente, los humedezco con mi lengua y me introduzco en su boca. Su entrega es perfecta, sublime. Es tan inocente que me debería retar por este momento.
Es solo un beso; me convenzo a mí mismo. Solo un beso.
Hasta que la tomo por la nuca. Acaricio sus cabellos, la atraigo más hacia mí. La levanto de la cama. Sentados frente a frente, nos abrazamos. Nuestros labios nunca dejan de tocarse, de saborearse, de pertenecerse.
No debería, pero quiero. Por eso, la tomo por la cintura, la acaricio y siento su calor a través de su camisón transparente. Todo es perfecto. Ella es perfecta.
“Alberto”, susurra. Y algo se dispara en mi cabeza. Es ella que me dispara a matar.
La siento a horcajadas mío. Tengo idea de a dónde va a llegar esto y no sé si es correcto.
“Emma… ¿Puedo?” Pregunto en un último intento por mantener la cordura.
Ella asiente.
“Sí”.
Estoy completamente entregado. Me tiene rendido a sus pies.
Me siento sobre Alberto y sé que va a suceder ese “No nos dejes caer en la tentación” que rezamos en la Iglesia cada domingo. Por mi cabeza, pasan mil pensamientos a la vez en formas de rayos de luz: no quiero pecar, no quiero que Alberto se vaya nunca. Esos dos prevalecen, y se pelean con fuerza.
Nos estamos besando. Es mi primer beso y es maravilloso. Él me abraza, me acaricia, susurra mi nombre y respira profundamente, como si estuviera haciendo un esfuerzo extremo. Lo abrazo y me muevo sobre él.
Alberto me acaricia las piernas, los muslos, levanta mi camisón y me masajea el trasero lentamente. Siento sus dedos escurriéndose por debajo de la tela de mi ropa interior. Luego pasa a mi cintura y mi espalda. Finalmente me levanta los brazos con una mano, mientras con la otra me quita de un tirón el camisón. Lo veo caer al costado, un montoncito de tela blanca en el piso. Creo que me hace caer en lo que está pasando.
Alberto y yo estamos haciendo el amor.
“Sí”, responde.
Sin querer, lo he dicho en voz alta. Él me ha escuchado y respondió. Sin dudas, sin miedos. Solo “sí”.
No quiero detenerme. Soy suya.
Pero entonces un grito corta la noche. Y los dos caemos en la realidad.
Giny despertó.
Cuando dormí a Giny, intentamos un sueño a duras penas, con el calor en la piel y las lágrimas en los ojos. Faltaba a penas una hora para que sonara el despertador. Nos abrazamos, nos besamos, nos acariciamos.
“Esto también es hacer el amor, Emma”, me dijo. Y me abrazó más fuerte.
Despedirnos fue difícil. En el último año, habíamos sido una familia: Alberto, Giny y yo. De pronto teníamos por delante dos años de distancia.
Mecha, la vecina que todo lo sabía pero todo se callaba, me miró esa mañana acompañar a Alberto hasta la parada del colectivo.
“Yo cuido un rato a la niña”, se ofreció. Y yo se lo permití, rascando unos minutos más a solas con mi hermanastro devenido en amor.