Los días posteriores a la partida de Alberto fueron iguales a todos los demás. El cielo se cae para alguien, mientras que el resto del mundo sigue caminando igual. Algo similar sucedió cuando falleció madre. Al día siguiente debía ir a trabajar y a ganar el pan. Y así lo hice.
Pero todo cambió ese día. Era un jueves de otoño: 10 mayo de 1951.
Llegué al conventillo y, sin pensar en pasar aún por mi habitación, fui a buscar a Giny en la de Mecha. Pero encontré a mi vecina con mi hermanita en la cocina común, sentada a la mesa con un extraño.
“¡Hola, señorita!” Me saludó Mecha, olvidando sus modales y repitiendo en mi cara el mote con el que me llamaban por detrás de la espalda todos los vecinos.
“¿Señorita?” Respondió el hombre, sorpendido.
“Mecha, ¡y mi niña!” Ignoré el chiste de una y la sorna del otro. “Buenas tardes. Recién llego. Ya me encargo yo de la niña. Gracias”.
Sonreí ampliamente e hice ademán para que la señora me alcanzara a la niña, que remoloneaba en sus brazos. Me la tendió y agregó.
“Creo que tienes visita, Emma”.
¿Cómo que “creo”?
Ese hombre me buscaba a mí.
“Disculpe, ¿nos conocemos?”
El hombre, finalmente increpado, se levantó y me tendió una mano. Lo medí rápidamente: estaba bien vestido, si bien con estilo sport (por lo que había aprendido con mi patrona Inés). Yo sostuve a Giny sobre una cadera y con un brazo, tendiendo la mano libre al extraño.
“Mi nombre es Brown. Guillermo Brown”.
“Un gusto, Sr. Brown. Mi nombre es Emma Campos”. Y agregué sin rodeos. “¿En qué puedo ayudarlo?”
Sobrevolando entre nosotros aún estaba Mecha, la que todo sabía y todo se enteraba. A veces deseaba no depender tanto de ella para cuidar a Giny. Pero con Alberto lejos, poco podía hacer yo sola. El extraño pareció darse cuenta de mi inquietud, y por eso nos invitó a cenar, con la excusa de que ya pronto era hora.
Agradecí la distracción, nos retiré un momento a la habitación y lavé las manos y mejillas de Giny, la vestí preciosa y me adecenté yo también con mi mejor ropa de señorita de prestado. Así nos encontramos con el señor en la vereda de enfrente un cuarto de hora después.
Caminamos hasta la avenida. Allí buscamos una pizzería y nos sentamos los tres. Pedimos una pizza que comimos en silencio. Yo tenía miedo de preguntar su asunto, y el extraño parecía no tener apuro.
¿Alberto estaría bien?
¿Omar reclamaría a la niña?
No imaginaba muchas otras opciones. Aquellas eran las únicas dos que me quitaban el sueño.
“¿En qué puedo ayudarlo, Sr. Brown?” Pregunté finalmente.
El extraño hizo un gesto raro con la cara e inspiró. Luego hizo una pregunta innecesaria.
“¿Podrías decirme dónde está tu madre?”
“No”.
“¿No?”
Con mayor o menor cantidad de detalles, le expliqué que había fallecido. Que el sacerdote de la parroquia había hecho los trámites para que fuera cremada y sus cenizas, arrojadas a una fosa común. Que ese día yo había tenido que ir a trabajar. No quería hablar más del tema.
“¿Ella alguna vez te habló de su familia?”
Levanté la vista y la fijé en el extraño.
“No”.
“Yo soy tu tío, Emma. Soy el hermano mayor de tu madre. Vos y Giny son mi familia. ¿Entendés lo que eso significa?”
Pánico.
“Quiero pruebas. Y pelearé por la custodia de Giny”.
Me quise levantar, pero el Sr. Brown me tomó del brazo.
“No hay necesidad. Emma, yo quiero que ustedes vengan a vivir a casa. Quiero adoptar a ambas”. Silencio. “He movido cielo y tierra para encontrar a mi hermana. Cuando supe de ella, ya no estaba más. Pero están ustedes. Tengo un hogar para ambas”.
Era un sueño, de esos que tenía cuando era niña y aún creía en las hadas. El tío magnánimo que se enteraba de mi existencia y llevaba lejos del conventillo. Mi propia historia de Jane Eyre (ese libro de Charlotte Brontë que había leído gracias a la escuela).
“¿Cuándo?”
Ese hombre estaba diciéndome que debíamos irnos con él, pero yo solo podía pensar en Alberto.
“Hoy mismo si podés. No quiero que perdamos tiempo”.
Me explicó que tenía una casa en el barrio de Devoto. Una bella casa con habitaciones para cada una.
“No. Necesitamos tiempo. No lo conozco. No llevaré a Giny a casa de un extraño”.
Por un momento, se me encendió una luz de conciencia. Dejar todo por el sueño de princesa era tentador pero igual de peligroso. ¿Ese hombre no leía los diarios? ¿No sabía que salían noticias de locos todos los días?