Llegué del trabajo y me puse a hacer la comida, mi hermano estaba en su habitación estudiando y sé con seguridad que también estaba cansado porque trabajó en la mañana. Nuestras habitaciones están a unos metros la una de la otra, las separa el baño y dando la vuelta por un corredor está la cocina.
A punto de terminar la cena escucho a mi hermano llamándome "¡Cristián! ¡Cristián!". Dijo mi nombre dos veces, no parecía alterado, simplemente me llamaba. Fui al corredor y lo vi saliendo de su habitación.
—¿Qué? —indagó Cristián.
—Eso te pregunto yo —contesté—, ¿qué querés? Dale que se me quema la comida.
—Vos me llamaste a mí.
Fue raro, ambos escuchamos al otro llamando, lo dejamos como una confusión. Sin embargo, apenas volví a la cocina lo volví a sentir pero esta vez era un pedido de ayuda, "¡CRISTIÁN! ¡CRISTIÁN!" Como si algo grave le estuviera pasando. Apagué la hornalla y corrí.
Lo volví a cruzar en el pasillo y la conversación se repitió, creí que me estaba haciendo una broma de mal gusto. Me enojé, y él reaccionó igual. Nos dimos la espalda y, de repente, sin hacer un paso, escuchamos nuestras voces llamando al otro. Gritaban, pedían ayuda, nos volvimos a ver y estábamos pálidos con los pelos encrespados.
Se empezó a sentir un olor a humo terrible y salimos sin pensarlo, seguro que la casa se quemaba porque no apagué bien la hornalla, y como la cocina estaba al final de la casa, preferimos salir que verificar, sin mencionar esas voces que nos certificaron un segundo. Llamamos a los bomberos y esperamos afuera.
A los minutos entramos con los bomberos y nos dimos cuenta que nada se incendió. Nunca volvimos a escuchar esos gritos ni nuestras voces, hasta el día de hoy nos preguntamos qué pasó, eso sí, el olor a quemado quedó por unos días, pero después, nunca más.
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Editado: 13.01.2025