Abandonar lugares, cerrar puertas, dejar las llaves bajo el macetero, organizar un nido donde pasaste los mejores momentos de tu vida, aún sin importar si unos días fueron difíciles, es algo a lo que hay que hacerle frente por más duro que parezca, por más lágrimas, remordimientos o recuerdos que terminen invadiéndote. Es solo un paso más al futuro y un paso menos a lo que se queda como pasado o en todo caso, se archiva por si en momentos complicados necesitamos recordar por qué llegamos a donde estamos ahora.
Tener que hablar sobre lo que sientes, sobre lo que quieres hacer o sobre lo que no tienes opción, también forma parte de un avance, logra crear una oportunidad en un mundo donde no tienes derecho a expresarte o donde es difícil ver a una persona viuda a tan temprana edad, incluso es un asombro para muchos conocer que formaste un matrimonio de seis meses y que no te arrepientes de haber estado pausando cosas en tu vida que te habrían llevado al éxito.
Amar a alguien enfermo no es un retraso, no es un puntapié a tu trasero, no te lleva a perder nada a menos que tú sí decidas perder para ayudar a quien amas a ganar, por más duro, difícil o desgastante que sea.
Amar siempre se trata de poner a ese alguien incluso por encima de aquello que puede regresar, que puede volver cuando tomes esa decisión de seguir. La consciencia del amor la tenemos todos, no hacemos las cosas por obligación, aunque eso sí llega a calar profundo, porque hacer cosas siempre trae otras cosas, quizás podamos llamarlas consecuencias, estanques o qué mejor que llamarlas avances cuando sabes que nadie te condiciona a nada.
Con Zara el amor siempre fue así, cada uno conocía su trayecto, sabía cómo vivir la vida, estaba consciente de lo que pasaríamos, de lo que íbamos a enfrentar, de cómo lloraríamos en silencio, abrazados en la misma cama, de cómo tendríamos que sacarnos de la cabeza el esperar la muerte al día siguiente, de cómo enfrentaría sentado en la cama que ella terminara de vomitar en el baño porque le daba miedo que la viera en esa situación.
Con ella siempre fue un cincuenta cincuenta, a veces hasta un setenta y cinco de mi parte y un veinticinco de parte de ella; a veces un noventa por ciento de ella y un diez por ciento cuando estaba abrumado y no sabía cómo expresarme sin terminar abrazado a su cuerpo con ella consolándome lo que también le dolía.
Hubo más que relaciones íntimas, hubo más que enfermedad, más que egoísmo, más que pérdidas. Siempre nos tuvimos, lo que terminó por ser más importante que todo lo que nos rodeaba y por sobre todo, la confianza en ambos nos llevó a transitar los meses más satisfactorios que pudimos vivir.
Es algo que nunca dejó de recordarme en sus cartas, algo que me pidió que nunca olvidara me fuese a donde sea que me tocara ir. Porque sabía que me iría, que dejaría su llave bajo el macetero como la primera vez que se lo dije, sabía que quedarme en casa sería un golpe fuerte, que abrazarme a las sábanas solitarias me llevaría a deprimirme y terminaría tomando antidepresivos o yendo a terapia porque no superaba su muerte.
Me prohibió, a modo de broma, regresar al lugar donde nos sentamos por mi propia insistencia de darle un café. No quería que el vaso se quedara frío en mis manos esperando a alguien que nunca iba a regresar, como cuando yo se lo hice por ir a despedir a mi hermana. Tampoco quiso que le vendiera la misma obra a otra joven que hubiese hecho caer en el centro porque eso iba a significar el comienzo de algo trágico, cosa que no quería para mí.
Era mejor para ella saber que empezaba en otro sitio, que encontrara a alguien que nunca iba a dejarme, que nunca iba a terminar en el hospital y que mucho menos, lograría hacerme sufrir como ella hizo conmigo sin querer.
Y de eso se trataba de su amor, de protegerme, aunque la vida decidiera si tenía que cumplir lo que pedía o no. El destino iba a encargarse, por ahora solo me tocaba buscar horizontes y ver qué comenzaba en mi vida.
Cuando me fui de Los Ángeles, dejé todo en su sitio. Me despedí de mi familia, mi suegra, la mejor amiga de mi esposa, su hermano e incluso de Jon, quien puso todo para que lo mejor pasara. La verdad es que los extraños a todos, mucho más al Arthur que se quedó en casa, pero que tenía que avanzar.
En la actualidad recibo siempre mensajes electrónicos, cerré la página que tenía y empecé a trabajar fotografiando pacientes con una chica que tenía un estudio en la ciudad.
Claro, revelar el lugar donde vivo es lo importante: me vine a Washington, resido en un apartamento con dos chicos con los que estudio lo mismo de antes: Literatura. Admito que es algo que no se me sale de la cabeza, menos después de habernos dado cuenta que ella escribía un libro sobre su vida y su amiga terminó publicándolo con una editorial. Me pidió escribir algunas partes, a su madre por igual y para finalizar, tuve que escribir el epílogo. Justo el que leen ahora y que yo también releo por millonésima vez mientras un grupo expone en clase.
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Editado: 12.01.2021