Vórtice: Crónicas de Horror

EL HOMBRE EN EL BORDE

SANTO Domingo parece dormida desde las alturas, pero siempre tiene un ojo entreabierto. Sus calles iluminadas se ven apacibles, en las calles oscuras se esconden viejos secretos. Cuántas noches disfrutó en aquella ciudad, una capital alegre siempre en festejo, calamidades, caos y carnavales. Amaba Santo Domingo y sus fiestas eternas, quizás lo único que echaría de menos cuando se quitara la vida. La ciudad y el amor de su madre.

Estaba pululando en uno de los bordes de la azotea a once pisos de altura. Trataba de contener el llanto, no quería expirar con lágrimas en los ojos, no quería morir como un niño. Su familia no entendía, sus amigos tampoco comprendían que no quería vivir así, que no podía esperar hasta el final. Trató de ver el pavimento donde su cuerpo yacería luego de saltar, donde dejaría de ser un hombre para volverse una estampa de huesos y carne, dejando un tatuaje de sangre que polvo y lluvia borraría hasta el olvido. No pudo ver nada, el callejón de abajo estaba oscuro. Su muerte llegaría en la oscuridad sin publico alguno, sin ningún indolente que aprovecharía sus restos frescos para hacer de ellos la nueva tendencia viral en las redes. Así estaría bien, no quería que prostituyeran su muerte a cambio de un puñado de likes en un muro estúpido de FB.

Su padre no lo echaría mucho en falta, nunca quiso saber de él. Él lo había decepcionado según decía, era su vergüenza, pero en realidad su padre fue quien lo decepcionó por no aceptarlo como era, por no conformarse por como Dios le había permitido llegar al mundo. Luego de que saltara a su muerte, su madre seguiría extinguiéndose poco a poco como hasta ahora se marchitaba por él, ella lo amaba como nadie. Quizás en poco tiempo también moriría de dolor y se unirían en el más allá. Sus hermanos, de cariño y sentimientos neutros, se destrozarán las pupilas por el llanto y la pena delante del público, pero con el tiempo seguirán con sus vidas, contentos, como si nunca hubiera existido.

En el alto margen del edificio sitió miedo y frío. Quizás la antesala de la muerte era una estancia gélida o tal vez, ese frío era el miedo a morir. No podía entregarse al empalagoso lujo del temor. El que optaba por el suicidio debía obligarse a ser audaz, comprometerse con la valentía, porque para dejar este mundo, el coraje y la determinación eran lo único que se necesitaba para partir. Contempló sus descoloridos brazos delgados, lesionados y resecos, ondeando como una bandera a merced del viento de madrugada. Estaban cansados como sus piernas que, a duras penas, se mantenían erectas aguantando el liviano peso que había adquirido el resto de su quebrado cuerpo. A lo lejos en el horizonte, una fina línea de luz asomaba amenazando veladamente a las tinieblas. No quería que el día lo sorprendiera antes de cumplir su cometido. Su deseo era hacer aquel último viaje de noche, como siempre había vivido. Un paso, solo un paso más y dejaría este mundo, el amor incondicional de su madre, el odio férreo de su padre, la indiferencia de sus hermanos. Faltaba poco, un simple paso más sobre la nada para tocar la calma del otro mundo, un único movimiento que se afinque en aquel peldaño invisible para conocer las bondades del descanso eterno y abandone el infierno que adolece su sangre. Cerró los ojos, no hacía falta ver si iba a formar parte de la oscuridad de la no existencia. Fue valiente y dio un paso heroico sintiendo el torrente violento de la brisa en la caída. Se sentía volando, atraído por la negrura de la muerte. Algo lo detuvo en el aire, una forma sólida y blanda, no era el gentil beso del pavimento que le daba la bienvenida, no lo podía ser. Abrió los ojos y volvió a sentir el furioso torrente del viento, pero en sentido contrario. En vez de caer se elevó como un globo de pellejo y huesos, frágil hasta para la brisa más débil. El suelo se alejaba debajo como en un sueño alucinógeno. Golpeó el piso, muy real, del techo del edificio de donde hacía segundos había caído y el polvo le mal maquilló la cara. Confuso por la situación y atontado por el aterrizaje, miró a todos lados sin entender lo sucedido. ¿Acaso había sido un milagro? ¿Dios no quería que muriera todavía? Si el Señor quería obrar un milagro en él, debería exterminar la ponzoña en su sangre. Si quería ejecutar un ejemplo de castigo, Dios podía irse a la mierda.

Temblando de agonía, se puso en pie, para volver a chocar en el polvo, cuando un peso invisible lo golpeó a traición ¿Era una interpretación física de la cruz que tenía que arrastrar rumbo a su Gólgota personal? ¿Era la carga abominable en que se había estrechado su vida o el dedo tirano de Dios que lo pisoteaba una y otra vez? No, la causa era otra cosa, un desahuciado, un rechazado, una criatura de pesadilla expulsada de las alturas, un vetusto ángel castigado por sus repetidas desobediencias. Otro enfermo más muerto que vivo al igual que él mismo. Estaba allí contemplándolo con la voluble indecisión del chacal hambriento, la tranquila paciencia del cazador ávido que se regodea ante su presa. Podía ver el encantamiento de la nítida vidriera de sus ojos rojos y vivarachos, reflejando muerte, ansia y hambre. Su boca glotona se abrió negra en aquella horrenda cara, más oscura aún que la noche. Sus colmillos podridos de sierra se enterraron en su piel macilenta hasta el hueso y chupó lo que le quedaba de vida, su lenta muerte y el veneno que llevaba de incógnito en la sangre. Un infierno de dolor quemó su cuello cuando la infernal sanguijuela también se alimentó de su arteria. Se sintió derribado, cansado y cada vez más débil. Había llegado la hora de su muerte, una muerte indeseada. Él ya había elegido como morir y esa no habría sido la manera de hacerlo. La bestia quedó pasmada y un chorro de sangre negra marchó sobre su barbilla goteando en el suelo. Se apretó el vientre y goteó de rodillas como si una mano invisible lo golpeara. Chilló de dolor y aquel acorde maldito fue el sonido más lamentable que él había escuchado en su vida. La criatura lo miró con un milenio de preguntas, cuando comprendió que se había intoxicado. No esperaba que la sangre de su víctima estuviera infectada de muerte.




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