Estoy a punto de marcharme a casa. Mi jornada ha terminado y necesito hundir la cara entre las almohadas para olvidarme de este día de mierda, pero mi jefe nos ha citado apenas terminó el programa para una breve reunión sorpresa y ahora no solo debo quedarme más tiempo en el edificio de la emisora, sino que vuelvo a estar sentada al lado de Darío. Desde que nos despedimos no me volvió a decir ninguna palabra y es mejor así; tal vez esto le ha tomado por sorpresa al igual que a mí, y no se esperaba tener que verme más tiempo antes de mañana; claro, si es que conservo el trabajo para entonces.
El señor López deja una copia de las estadísticas frente a cada uno y entrelaza los dedos. Soy la primera en tomar los resultados y debo esforzarme para mantener una expresión neutra al advertir que le ha ido mejor en comparación de los datos que mi jefe me mostró por la mañana. Miro desafiante a López.
—¿Qué decidieron?
—¿Qué puedo decir? Les ha encantado la dinámica, quieren más de eso. El canal estalló con las intervenciones de los dos.
Una parte de mí se tranquiliza al saber que me quieren en el trabajo todavía; por el contrario, la otra…
—Por mí bien. —Me interrumpe Darío, que ha soltado el folio sin siquiera mirarlo—. Fue divertido.
—¿Estás loco?
—¿De nuevo? Creí haberle dicho que dejara de…
—¡Ya basta! —El señor López se masajea la sien derecha. Me enderezo en la silla y trato de ocultar la oleada de vergüenza en vano—. Eso es todo. Mañana a la misma hora, seguirán los dos.
—Sí, señor. Gracias. —Me cuelgo el bolso y salgo sin reparar en Darío. Corro escaleras abajo y cuando estiro la mano para pedir un taxi, alguien me agarra del hombro y me tropiezo contra el pecho de ese maldito.
—Suélteme —siseo—. Voy a gritar si no lo hace.
—Creo que entiendo por qué actúas como una bruja. —Darío tiene su casco bajo el brazo libre y solo me suelta después de forcejear un par de veces.
El rostro se me acalora y pequeñas lágrimas se me acumulan tras los párpados; respiro hondo y retuerzo la tela de la blusa. El semblante de Darío carece de emoción cuando me lleva casi a rastras hasta su moto; supongo que quiere algo de espacio para que nadie le escuche cuando me eche en cara su reciente descubrimiento y me preparo para esconderme detrás de una invisible armadura; sin embargo, su expresión se ablanda al llegar, lo que es peor: lo último que necesito es su lástima.
—Si vas a decir…
—Mira, Esther. —El tono en el que me habla hace que me trague las palabras—. Imagino cuánto te molesta el cambio, aunque tal vez sea algo positivo si nos esforzamos los dos. Todavía creo que tienes la culpa por haberte acercado tanto a la carretera, pero tratemos de olvidarlo por el bien del programa.
«¿Así que no lo sabe?», pienso.
Me extiende la mano para que la estreche; no obstante, entierro las uñas en mis palmas y miro a otro lado. Si le aprieto, toda la ira acumulada se desvanecerá y solo me quedaría con la tristeza, y no puedo permitírmelo. Él se adelanta a mi respuesta y se coloca el casco; trato de explicarme, pero él se encoje de hombros y hace rugir la moto hasta que deja de escucharme.
No me voy a disculpar. Me voy primero, antes de que él se marche; a través de las ventanas veo que el casco gira como si siguiera mis pasos, y arranca después de que me monto en el primer auto que se detiene.
*
Bruno me recibe con comida en casa; puedo olerla apenas entro. Lo encuentro en la sala, iluminado con esa luz tenue que siempre le reprocho porque le dañará la vista, con la nariz metida en unos libros de flora universal y un lienzo a su lado en el que ha puesto los primeros brochazos. Al acercarme, hace sus cosas aparte y me señala el sitio libre en el sofá. Me percato de que viste unos zapatos elegantes y que al retirarse el delantal lleva puesta una camisa negra de manga larga que le hace resaltar los lunares de su rostro.
Tiene el cabello lacio peinado hacia atrás y al acercarme el olor del gel me hace picar la nariz.
—Te ves bien.
Se encoge de hombros.
—¿Qué tal tu día?
Dejo que me abrace y permito que corran las lágrimas que me esforcé en mantener para mí durante todas estas horas; me aprieta contra él y no dice nada hasta que me calmo, cuando los lamentos se vuelven un quejido apenas audible y me quedo estática, contando las veces que pasa su mano por mi espalda. Varios minutos después soy capaz de terminar una frase sin ahogarme.
—Gabriela tenía razón.
Sé que no hace falta que explique de más. Bruno me toma del mentón y me hace verlo; contengo el impulso de volver a llorar al vislumbrar el lamentable reflejo sobre sus pupilas.
—¿Hablas en serio?
—Me mandó una foto.
«Oh», dice. Sin que me lo pregunte, le muestro en el teléfono los mensajes, que soy incapaz de eliminar. He hecho una copia por si acaso luego decide borrarlos, por si Luca tiene la audacia de venir a casa a decirme que pienso cosas que no son. Él las ve lo que dura un parpadeo y me quita el celular de las manos para dejarlo sobre la mesa en la que tiene sus libros de arte. También le cuento de las reuniones con el señor López y el mal comienzo que tuve con mi nuevo colega.