Vuelve a Mí (y Quédate)

EL MENSAJE QUE NO ESCRIBÍ

Mi novio desapareció hace un año. No hubo funeral, no hubo cuerpo, solo una búsqueda que duró seis días y terminó con un informe frío, clínico, casi indiferente:

“Presunto ahogamiento.” Así, sin más. Un cierre sin final, una historia sin cadáver, un duelo suspendido en el aire como una palabra que nadie se atrevió a pronunciar. Al principio, soñaba con él todas las noches: su risa se filtraba entre mis sábanas, su voz se deslizaba entre los pliegues del sueño como una caricia. Luego, su presencia fue reduciéndose a un eco cada vez más tenue, apareciendo solo cuando cruzaba la mirada con el lago que, según dijeron, lo devoró. Después, aprendí a ignorar su nombre, a nombrarlo solo por dentro, como un conjuro privado, a respirar sin que doliera. Y casi lo estaba logrando. Casi.

Hasta esta noche.

Eran las 2:44 a. m. cuando el celular vibró. Una sola vez. Sin tono, sin notificaciones previas, sin nada que pudiera justificar esa sacudida en mitad de la madrugada. Lo tomé con los ojos aún nublados de sueño, creyendo que sería alguna alarma mal configurada o un mensaje sin importancia. Pero no. Era un mensaje. De un número desconocido. Decía solo: “Corre. No soy yo.” Y venía con una imagen adjunta. Me quedé paralizada, como si mis dedos no quisieran obedecer, como si algo dentro de mí supiera que abrir esa imagen cambiaría todo.

No sé cuánto tiempo tardé en tocar el archivo. Quizá fueron unos segundos, quizá una eternidad entera. El archivo se cargó lento, arrastrando la tensión como si supiera exactamente lo que contenía. Y entonces la vi. Era yo. Dormida. En mi cama. En la posición exacta en la que estaba en ese instante. La sábana doblada sobre mi costado, la lámpara encendida proyectando su luz cálida, la ventana apenas entreabierta, como la había dejado antes de dormir. La foto había sido tomada desde dentro de mi habitación.

Un frío punzante me atravesó la nuca, una corriente helada recorrió mi espalda y el cuerpo me reaccionó antes que la mente. Me giré de golpe con el teléfono en la mano, buscando con los ojos abiertos de par en par algún indicio, algo que me explicara lo inexplicable.

Pero no vi a nadie.

Sin embargo, escuché algo. Un paso. Lento. Preciso. Proveniente del pasillo. Tragué saliva, me senté con cuidado, intentando no hacer ruido, mientras el corazón me martillaba el pecho como si quisiera escaparse. Volví a mirar la foto, la amplié con dedos torpes, y allí, en una de las esquinas más oscuras, casi imperceptible... una silueta. Una figura de pie. Observándome. Sentí cómo el mundo se me encogía alrededor. Miré la habitación de nuevo, conteniendo la respiración. No estaba sola. Y lo peor de todo era que no sabía si lo que había vuelto era realmente él.

El pasillo crujía, no como lo haría con el peso de unos pasos normales, sino como si respirara, como si la madera misma tuviera conciencia de lo que estaba ocurriendo. Cada tabla parecía susurrar un recuerdo enterrado a la fuerza. El aire estaba denso, inmóvil, cargado de algo más que oxígeno. Era como si la casa supiera que alguien —o algo— había cruzado su umbral sin ser bienvenido.

Me levanté, descalza, sintiendo el hielo del suelo en las plantas de los pies. El celular seguía en mi mano, vibrando con una energía ajena, casi viva, como si compartiera mi miedo. La imagen seguía ahí. Y la silueta también. Quise escribir, quise llamar a alguien, pedir ayuda, pero mis dedos estaban rígidos, inertes. Solo podía mirar la puerta entreabierta, como si lo que hubiera del otro lado fuera parte de una pesadilla que de algún modo se había infiltrado en mi realidad.

Me acerqué al umbral de la habitación, con pasos suaves, conteniendo cada aliento como si respirar pudiera delatarme. Silencio. Y luego, otro paso. Más firme. Más cercano. Como si lo que fuera que caminaba ya no estuviera en el pasillo… sino a un metro de distancia.

—¿Hay alguien ahí? —pregunté, sabiendo que esa pregunta solo se hace en las películas de terror y que nunca trae una buena respuesta.

Nadie contestó. Solo el zumbido eléctrico de la lámpara, el tic-tac lejano del reloj de la cocina y algo más. Una respiración. No la mía. No la de nadie más que debiera estar ahí. La sentí antes de verla. Una figura, apenas una sombra, se asomó al final del pasillo. No se movía. Solo estaba allí. Firme. Observándome. Igual que en la foto.

—¿Aeren…? —susurré, con una voz que no parecía mía, una voz que temblaba bajo el peso del nombre.

La figura reaccionó. Dio un paso hacia adelante, saliendo apenas de la penumbra, lo suficiente para que su silueta tomara forma. Y sí. Era él. O alguien que se parecía demasiado. El mismo corte de cabello. La misma postura ladeada. La misma forma de girar la cabeza cuando no sabe si hablar o callar.

—Luna… —dijo. Su voz. Esa voz que creía olvidada.

Mi cuerpo se tensó por completo. Solo él me llamaba así. Era Aeren. Pero algo en su tono, algo en la forma en que su sonrisa se curvó —una mueca torcida, hueca, casi dolorosa— me confirmó lo que el mensaje ya me había advertido: no era él.

Y aun así… lo dejé acercarse.

Pensé en llamar a la policía. Era lo racional. Lo lógico. Lo cuerdo. Pero… ¿qué iba a decir? ¿Que mi ex muerto me había mandado una foto mía dormida? ¿Que apareció en mi casa un año después de desaparecer?

No. Nadie me creería. Me llenarían de preguntas para las que yo tampoco tenía respuestas. Y había algo dentro de mí, algo oscuro, profundo, una necesidad visceral de comprobarlo por mí misma. Verlo. Sentirlo. Saber si era real. Así que me vestí como pude, con el pijama bajo el abrigo, y caminé.

Una sombra más en la madrugada. Fui a casa de los padres de Aeren. Lo sabía. Era una locura. Una de esas decisiones que solo se toman cuando el miedo y la necesidad de respuestas te empujan más allá de la lógica. Toqué el timbre. Una vez. Dos. La luz del porche se encendió. Su madre abrió la puerta y, al verme, se le cayeron las llaves de las manos. Su rostro se desfiguró de sorpresa, de miedo, de algo más que no supe interpretar.



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En el texto hay: amor, amor miedos secretos, miedo terror

Editado: 13.06.2025

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