Vuelve a Mí (y Quédate)

MIEDO NOCTURNO

Esa noche no dormí.
No lo intenté. Me limité a sentarme en el sofá con todas las luces encendidas, como si la electricidad pudiera espantar lo que la lógica ya no alcanzaba a explicar. Cerré cada ventana, no una, sino dos veces, con las manos temblorosas. Aseguré la puerta con el doble cerrojo, revisé el pestillo, apoyé la espalda contra el respaldo del mueble y me abracé a mí misma con una mano en el celular… y el corazón apretado en la otra.

Intentaba convencerme de que si lograba sobrevivir a la noche, tal vez al amanecer todo tendría sentido. Tal vez despertaría y descubriría que esto no había sido más que un mal sueño, una alucinación provocada por el insomnio o por el peso de tantos duelos no cerrados. Pero el reloj seguía avanzando, marcando cada minuto como una sentencia.

A las 3:07 a. m., un sonido me arrancó del trance. Tres golpes secos, precisos, contra la puerta principal. No eran fuertes, ni desesperados. Solo… exactos. Puntuales. Como si supieran la hora. Me quedé inmóvil. Ni siquiera respiré. Sentí el silencio expandirse como una ola densa. Y entonces, una voz atravesó la quietud, tan cercana que me heló la sangre.

—Amor… ya llegué.

Un escalofrío me recorrió de la nuca al estómago. Esa frase. Esa voz.
Aeren solía decirla cada vez que entraba por mi puerta, con su risa dulce, con los brazos abiertos, con el alma rebosante. Pero esta vez no sonó igual. No tenía vida, ni emoción, ni calor. Sonó vacía. Como si alguien la hubiera aprendido de memoria y la escupiera sin entender su significado. Una voz sin alma. Un eco sin dueño.

Me acerqué a la puerta despacio, con pasos de niebla, los pies apenas tocando el suelo. Me detuve frente a la mirilla. Tragué saliva. Respiré hondo. Miré. Y no había nadie. Nada. Solo el pasillo oscuro, inerte, como una fotografía en pausa. Un escenario sin actores. Entonces lo escuché otra vez. Más cerca. Más claro.

—Estoy adentro.

Mi cuerpo entero se tensó. Me giré de golpe. Todo seguía igual: las luces encendidas, las ventanas selladas, el mismo silencio expectante. Pero el aire… el aire había cambiado. Ya no era el mismo. Ahora olía a humedad, a madera vieja, a tierra mojada. A lago. Ese olor penetrante que se me había quedado grabado desde el día en que dijeron que él… se había ahogado.

Sentí una presencia detrás de mí. Un peso invisible. No sabía si era Aeren… o algo que estaba usando su voz, su rostro, su recuerdo como un disfraz. Corrí a mi habitación. Cerré con llave, pasé el pestillo, arrastré una silla hasta la manija como en las películas, como si eso pudiera mantener fuera lo que ya había entrado por dentro. Me temblaban las manos. Tomé la laptop. Necesitaba respuestas. Ver algo, cualquier cosa, que me dijera si me estaba volviendo loca… o si, en realidad, no estaba sola.

Abrí la galería. Cientos de fotos. En muchas de ellas, él estaba conmigo. Sonriendo. Tocándome. Pero lo peor no era eso. Lo peor era que yo también estaba allí. En lugares que no recordaba, con ropa que nunca había usado, riendo como si nada me faltara. Vi una imagen nuestra en la playa. Yo jamás había ido allí. Otra en un parque de diversiones. Yo odiaba los parques. Mi rostro se veía feliz. Y falso. Como si alguien más estuviera usando mi piel.

Entonces, encontré una carpeta. “Recuerdos solo nuestros”, decía. Temblando, abrí el archivo. Había un único video. Le di play. Aparecíamos los dos. Él me besaba. Yo reía. Nos abrazábamos. Parecíamos tan felices que dolía. Pero al final, justo antes de que el video terminara, mi rostro cambió. Me solté de sus brazos. Me acerqué a la cámara. Y mis ojos… mis ojos ya no eran míos. Eran vacíos. Negros. Antiguos. Entonces susurré:

—Si estás viendo esto… ya es tarde.

La casa dejó de ser segura. Mis recuerdos dejaron de ser míos. Y mi mente ya no era territorio confiable. Tomé un taxi en plena madrugada. Fui directo a la única persona que podía decirme si estaba perdiendo la cabeza o si, de verdad, algo —o alguien— me estaba siguiendo: mi tía Clara.

Ella siempre fue extraña. Una de esas mujeres que parecen haber vivido mil vidas. Que huelen a incienso seco, que caminan como si el suelo pudiera romperse. Nunca la entendí del todo, y tal vez por eso no la veía desde el entierro de mamá. Me abrió la puerta con una mirada larga. No dijo “hola”. No preguntó qué hacía allí. Solo susurró:

—Ya sabías que ibas a venir.

Me quedé quieta. No entendí.

—¿Qué…? —balbuceé.

—Tu madre soñó con esto. Me dijo que si alguna vez venías temblando, debía mostrarte lo que hay en la caja negra.

No supe qué responder. Solo la seguí. Subimos al altillo. Abrió una caja metálica, oxidada por el tiempo, cubierta de polvo y silencio. Dentro había cartas, collares, recortes de periódicos viejos… y una fotografía. La sacó sin mirarla, como si la quemara. Me la entregó. Y lo que vi me quitó el aliento.

Era yo. Ocho años. De pie en un jardín que no reconocía. A mi lado, un niño. Mucho más joven que Aeren… pero era él. Sonriendo. Abrazándome como si fuéramos amigos desde siempre.

—No… no puede ser —susurré, con la voz quebrada—. Esto es imposible.

—Esa fue la primera vez que lo trajeron —dijo Clara, con voz grave—. Dijo que ya te conocía.

Me sentí mareada. El mundo giraba.

—¿Lo trajeron?

—Sí —afirmó—. No era de aquí. Nunca lo fue.

—¿Qué quieres decir con “nunca fue de aquí”? —pregunté, pero ya sabía que no me gustaría la respuesta.

Tía Clara sacó otra cosa de la caja: un trozo de tela antigua, bordada con un símbolo que al mirarlo me provocó náuseas y un dolor punzante en la cabeza. Sentí que algo dentro de mí se abría a la fuerza.

—Él vino con otros. Cuando eras niña. Tú lo llamaste sin querer, con ese juego estúpido del espejo.

—¿El de “Vuelve a mí”? ¡Eso era solo una historia vieja!

—No. Era un pacto. Una invocación. Un llamado. Lo dijiste tres veces. Y él vino.



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En el texto hay: amor, amor miedos secretos, miedo terror

Editado: 13.06.2025

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