Vuelve a Mí (y Quédate)

EL NO QUIERE IRSE...QUIERE QUEDARSE

No volví a casa.
Me quedé en el cuarto de mi tía, un santuario antiguo escondido entre paredes cubiertas de cruces corroídas por el tiempo, espejos tapados con telas oscuras y jarrones rebosantes de hierbas secas que crujían con cada suspiro del viento. Todo en esa habitación parecía detenido en un tiempo ajeno, como si el mundo allá afuera no pudiera alcanzarnos allí dentro.

Esa noche soñé con él. Pero no era como antes. No era Aeren, mi novio, mi amor, mi herida abierta. Era una sombra con su voz. Una silueta envuelta en penumbra, con los mismos ojos, pero sin luz, sin alma. Estábamos en el jardín de la foto —ese jardín que no recordaba haber pisado jamás— y yo tenía ocho años otra vez. Él me tomaba de la mano con ternura engañosa y me decía:

—¿Me vas a volver a olvidar?

—No… —susurré en el sueño, con esa voz infantil que ya no me pertenecía.

—¿Entonces me dejas entrar?

Desperté sobresaltada, con los labios aún moviéndose, pronunciando su nombre una y otra vez. Tía Clara me observaba desde su silla, con el rostro pálido y los ojos grandes, húmedos. No dijo nada al principio, solo tragó saliva antes de murmurar:

—Estabas repitiendo su nombre. Una y otra vez. Con esa voz…

Sentí la garganta árida, la lengua pesada, como si no la hubiera usado desde hacía días. Fui al baño arrastrando los pies, tratando de sacarme el sueño de encima. Pero lo que encontré en el espejo no fue alivio. Me miré… y aunque era yo, no me vi a mí.

Mis ojos eran más oscuros. Más profundos. Más grandes. Como si alguien los usara para mirar desde adentro. Me toqué la cara, temblando, buscando pruebas de mi existencia. Pero el reflejo no lo hizo al mismo tiempo. Tardó medio segundo. Medio segundo de horror absoluto. Y entonces sonrió. Yo no.

Retrocedí de un salto, tropecé con la puerta. Mi corazón latía como si intentara escapar de mi pecho. Desde el otro lado del cristal, mi reflejo habló, con una voz que era mía… pero no:

—No te estoy poseyendo.
Te estoy devolviendo lo que eras.
Antes de olvidar.
Antes de negarme.

Quise gritar, pero lo que salió fue un gemido quebrado. Tía Clara llegó de inmediato, y al verme contra la pared, temblando, entendió. No hizo preguntas. Se acercó al espejo, lo cubrió con un paño negro y murmuró palabras en una lengua que mi sangre parecía reconocer aunque mi mente no pudiera traducirlas. Luego me abrazó con tanta fuerza que por un segundo creí que el miedo podía disolverse con solo apretarme así.

—Él está despertando en ti —susurró, con voz temblorosa pero firme—. El lazo no solo lo trajo de vuelta a él. También está sacando a la superficie lo que tú eras… antes de olvidar.

—¿Y qué era? —pregunté, sin aliento, con la garganta hecha trizas.

Tía Clara me miró como si las palabras se le atascaran entre la pena y el deber.

—Eras su puerta. Su llave. Su ancla. Él no pudo cruzar del todo hasta que tú lo llamaste. Y ahora no puede quedarse… sin ti.

La idea de haber sido algo más, algo menos humano, me congeló el alma. No era una víctima. Nunca lo fui. Fui la razón. El canal. El llamado.

—¿Y si rompo el lazo? ¿Y si me niego otra vez?

—No es tan simple —dijo, acariciándome la cabeza con ternura feroz—. Él ya te tocó. Está en tu voz. En tus sueños. En tus recuerdos. En cada noche que lo lloraste. Lo alimentaste sin querer, lo hiciste fuerte… porque el dolor también es una forma de invocación.

Me llevé una mano al pecho. Todo en mí ardía. Todo. Hasta los huesos.

—¿Qué hago entonces?

Tía Clara me sostuvo la cara entre sus manos, como si pudiera contener mi alma con sus dedos. Sus ojos eran fuego y piedra.

—Tienes que enfrentarlo. Pero no como su novia. Ni como su víctima. Sino como quien lo trajo. Tienes que recordar todo. Solo así vas a poder decidir: cerrarlo para siempre… o dejarlo entrar del todo.

En ese instante, la lámpara del pasillo parpadeó. Y una voz conocida —demasiado conocida— se deslizó desde el otro lado de la puerta:

—Amor… ¿ya despertaste?

Mi piel se tensó. Mis piernas casi ceden. Era su voz. Perfecta. Dulce. Devastadora. Pero ahora sabía algo que antes no sabía: no era humano. Nunca lo fue. Y, sin embargo… yo lo había amado igual.

Desperté antes que la luz del sol. No porque quisiera. Algo dentro de mí no me dejaba seguir durmiendo. Me sentía observada. No en la habitación. En mi mente. Como si alguien hubiera entrado a mis recuerdos y empezara a mover las piezas de lugar. Como si ya no fueran solo míos.

Tía Clara dormía aún en su silla, el rosario enredado en los dedos y la manta a medio caer. Caminé en silencio, con pasos suaves que parecían flotar. Crucé el pasillo, ese que ya parecía un túnel entre mundos, y me detuve frente al espejo cubierto. No sé por qué lo hice. No hubo pensamiento. Solo impulso.

Levanté la tela negra.

Y allí estaba yo. Pero no sola.

Detrás de mí, reflejado aunque no hubiera nadie más en la habitación, estaba él. Aeren. Con los ojos vacíos y una sonrisa que no prometía nada bueno. Una sonrisa que parecía conocerme mejor de lo que yo misma me recordaba.

—Estás recordando —dijo, con esa voz que era nostalgia y amenaza.

No respondí. Porque sí. Estaba recordando.
Su mano en la mía cuando era niña.
Su voz colándose entre mis pensamientos cada noche desde que "desapareció".
El juego.
Las palabras.
El llamado.

—No soy tu enemigo —susurró—. Solo vine porque me llamaste. ¿No me extrañaste?

Mis labios se movieron antes de que mi mente pudiera detenerlos:

—Te lloré cada noche.

El reflejo sonrió más amplio. Más oscuro.

—Entonces no hay por qué resistirse.

La lámpara detrás de mí volvió a parpadear. Giré la cabeza, pero no había nadie. Sin embargo… en el suelo, mi sombra no era mía. Era más alta. Más ancha. Tenía los brazos abiertos.

Y se movió antes que yo.



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En el texto hay: amor, amor miedos secretos, miedo terror

Editado: 13.06.2025

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