Corrí al fondo del pasillo, alejándome del espejo, de la sombra que no era mía, de esa versión de Aeren que ya no sabía si alguna vez fue real o si siempre fue otra cosa. Algo con hambre. Algo que supe amar sin comprender. Algo que se metió en mí tan despacio, tan dulcemente, que cuando quise escapar, ya era parte de mi aliento.
Tía Clara se despertó con el estruendo. Me encontró con la espalda contra la puerta del baño, temblando como una rama en la tormenta.
—Él está adentro —murmuré, y mi voz no era más que un hilo que se deshacía con cada palabra.
Tía Clara no preguntó quién. Ya lo sabía. Lo había visto en mis ojos. En mi sombra. En mis silencios.
—No lo dejes completarse —dijo mientras me tomaba las manos—. Mientras sigas dudando, sigues siendo tú. Pero el día que creas que es amor… habrá ganado.
Y lloré. No de miedo. No por él. Lloré por mí. Por la niña que lo llamó frente al espejo creyendo que el juego era inocente. Por la adolescente que soñó con su regreso cada noche como una plegaria ciega. Por la mujer rota que aún dudaba si cerrar la puerta o abrirla por completo. Lloré porque amarlo no había sido una elección, sino una maldición.
—Quiero saber la verdad —dije—. Toda.
Tía Clara asintió. Abrió un cajón bajo el altar y sacó un cuaderno viejo, con tapas de cuero resquebrajadas y el borde de las hojas amarillento, comido por los años y los secretos.
—Tu madre lo escribió todo —susurró—. Sabía que un día recordarías. Y que si eso pasaba, necesitarías las palabras exactas para no perderte.
Me entregó el cuaderno, y mis manos, ya no seguras de a quién obedecían, lo abrieron con la reverencia de quien destapa una herida antigua.
La primera página era una sentencia. Una advertencia que ardía como fuego frío:
"El amor que no se suelta, se pudre. Y lo que se pudre, llama a los que se alimentan de la pena."
Pasé la hoja. Y comencé a leer. La historia no empezaba conmigo. Ni con Aeren. Empezaba con mi madre. Con su niñez. Con el mismo juego frente al espejo. Otro nombre. Otro rostro. Pero la misma sombra. El mismo pacto. La misma promesa envenenada.
—Él no es uno —dijo Tía Clara con voz de siglos—. Son muchos. Se arrastran a través de las generaciones, se cuelan entre el duelo, el deseo y el dolor. No buscan cuerpos. Buscan almas heridas.
Levanté la vista del cuaderno con los ojos abiertos como heridas.
—Entonces… ¿no fue culpa mía?
—No del todo. Pero también sí —respondió—. Porque fuiste tú quien abrió la puerta. Y aún no has decidido si quieres cerrarla.
En ese instante, sentí algo. No una voz. Una caricia sin manos, una emoción antigua rozándome la nuca. Me giré.
Nada. Nadie. Solo mi sombra.
Pero era mía otra vez.
Por ahora.
Pasé el resto del día con el cuaderno apretado contra el pecho. Cada página era un eco. Un espejo roto que mostraba lo que no quise ver. Mi madre también luchó. También lo amó. También lo enfrentó. Y también pagó el precio.
Descubrí que Aeren no tenía un origen único. Era todos. Era ninguno. Se vestía de consuelo y se infiltraba en los corazones rotos como una promesa imposible. Lo que llamamos fantasmas, comprendí, no son apariciones. Son persistencias. Deseos que se niegan a morir.
La letra de mi madre se volvía más temblorosa al final. Como si cada palabra le costara el alma. En la última página, una advertencia, repetida con desesperación:
"Si lo ves sonreír con tu rostro, huye.
Si empieza a llamarte con otro nombre, no respondas.
Y sobre todo: si alguna vez lo amas más de lo que te amas a ti misma… ya no eres tú."
Cerré el cuaderno justo cuando comenzó a llover. Las gotas golpeaban el tejado como pasos de algo que volvía. Y tal vez era eso: el cielo recordando con nosotros.
Tía Clara entró con una taza humeante. Me miró con una tristeza que solo tienen quienes han sobrevivido al amor maldito.
—Ya lo sabes todo —dijo—. Ahora decide qué hacer con eso.
Tomé aire. Me sentía lista para enfrentar lo que fuera.
O eso creí.
Esa noche, cuando intenté dormir, su voz volvió. Pero no desde el espejo. No desde fuera.
Desde dentro de mi pecho.
—Te dije que volvería —susurró.
Y esta vez, no temblé. Porque entendí lo que nadie me había dicho: Aeren nunca se había ido.
A la mañana siguiente, encontré una marca en mi espalda. No era un rasguño ni un moretón.
Era un símbolo.
Un espiral quebrado. Como una puerta abierta hacia adentro. Lo había visto antes. En las últimas páginas del cuaderno de mi madre. Dibujado una y otra vez con tinta y desesperación.
Tía Clara me ayudó a examinarlo. Su rostro se volvió ceniza.
—Ya te eligió —dijo—. Aeren te marcó.
—¿Qué significa eso?
—Que no basta con cerrarle la puerta. Tienes que obligarlo a irse. Y para eso… hay que hacer un intercambio.
No pregunté qué se intercambiaba. Ya lo sabía.
Alguien más debía ocupar mi lugar.
El símbolo ardía bajo mi piel, como si supiera lo que pensaba. Como si se alimentara de mi duda.
Volví al cuaderno. Releí la última instrucción.
"Para sellarlo, debes mirarlo a los ojos y llamarlo por el nombre que te dio.
Y entonces negarlo. Tres veces.
Aunque eso te rompa.
Aunque su voz te suplique.
Porque si caes… él se queda."
Cerré el cuaderno con las manos firmes. Me miré en el espejo. Quité la tela.
Mi reflejo sonreía.
Pero ya no tenía miedo.
Porque conocía su nombre.
Y esta vez, estaba dispuesta a usarlo.
Las marcas no desaparecieron. Se hicieron más visibles. Como cicatrices vivas. Como si Aeren reclamara cada recuerdo donde alguna vez lo amé.
Pero lo que nadie me advirtió —ni siquiera el cuaderno— es que el amor no siempre es una cadena. A veces, es un hilo. Y hay hilos, por más rotos que estén, que siguen atando el alma.