Vuelve a Mí (y Quédate)

LA VERDAD QUE ARDE BAJO LA PIEL

La noche cayó como una marea silenciosa, pero dentro de mí todo era ruido. El cuaderno temblaba entre mis manos como si tuviera vida propia, como si se negara a ser leído, como si los secretos escritos en sus páginas quisieran quedarse dormidos un poco más, resistiéndose al despertar cruel de la verdad. Afuera, el viento danzaba entre los árboles con un lenguaje que no era de este mundo, susurrando en un idioma antiguo que se colaba por las rendijas de la casa como una advertencia.

Y entonces, lo sentí.

No como una presencia clara, tangible. No aún. Lo sentí como un tirón sutil en la piel, como un estremecimiento en la médula, como una vibración en la sangre que no obedecía a nada humano. Era como si algo hubiera dicho mi nombre en el silencio más absoluto y mi alma hubiera respondido.

El Eco.

No era un hombre. Ni siquiera una sombra. Era el residuo inmundo de algo que jamás debió tener nombre, una cicatriz en el tejido del mundo, una distorsión del deseo humano, del hambre por controlar lo incontrolable, por invocar lo que debía quedarse del otro lado. Aeren me lo había dicho con voz rota: “Él no tolera que algo como yo… ame.” Y ahora venía por nosotros.

—No puedo detenerlo solo —susurró Aeren desde el umbral, con los ojos enturbiados por una tormenta interna—. Él es parte de mí. De lo que fui. De lo que fui creado para ser.

—¿Y qué soy yo en todo esto? —le pregunté, sin poder disimular la rabia que me temblaba en los labios—. ¿Tu llave? ¿Tu ancla? ¿Tu jaula?

Él bajó la mirada, incapaz de sostener la mía, pero el silencio fue más elocuente que cualquier respuesta. La marca en mi espalda ardía, viva, como si alguien desde el otro lado la acariciara con dedos hechos de fuego y memoria.

—Tú eres lo que me hizo humano —dijo finalmente—. Lo que me hizo querer quedarme. Pero eso también te volvió vulnerable. Él lo sabe. Y ahora… vendrá a recordarnos quién manda en este pacto.

Quise romper algo. Llorar hasta romperme. Gritar hasta que el cielo sangrara. Huir sin destino. Pero hubo algo más fuerte que todo eso. Algo que se arrastró desde lo más oscuro de mí misma y me sostuvo erguida. No era valentía. No era amor.

Era furia.

—Entonces que venga —dije, con la voz firme y los ojos secos—. Porque esta vez, no pienso olvidar. No me voy a rendir.

Él alzó la cabeza, y por un instante, vi en sus ojos el miedo más humano: el de perderme. Sus pupilas, oscuras como pozos antiguos, brillaron con una ternura rota que me partió el pecho.

—Si lo enfrentas… te cambiará —susurró.

—Ya me cambió —respondí, y me acerqué a él. Coloqué una mano sobre su pecho, buscando un latido que no existía, pero sintiendo un calor tan real que dolía—. Tú fuiste invocado. Pero yo elegí amarte. Esa fue mi ofrenda. Y también mi condena.

Entonces se escuchó. A lo lejos. Un crujido. No de ramas. No de madera. Era el sonido del mundo abriéndose, desgarrándose como un velo viejo. La grieta se había formado. El Eco había cruzado.

Y no venía solo.

La noche se partió en dos, no con truenos ni relámpagos, sino con un suspiro monstruoso. Sentí la grieta abrirse en algún punto del jardín, como si el universo hubiera exhalado un aliento que llevaba siglos contenido. Aeren se detuvo en seco. Ya no temblaba. Ya no hablaba. Escuchaba.

—Vienen con él —murmuró.

—¿Quiénes?

—Los que me crearon. O lo intentaron. Aquellos que estuvieron en el lago… no murieron. Se escondieron. Se unieron al Eco. Ahora son su carne. Su coro. Vienen a reclamar lo que creen suyo.

Quise correr. No por miedo, sino porque el cuerpo lo exigía. Pero Aeren me tomó del brazo, con una suavidad que dolía. Su tacto era humano. Sus ojos, no.

—¿Qué son? —le pregunté—. ¿Aún son humanos?

Él negó, con un movimiento casi ritual.

—Fueron humanos. Pero el Eco los quebró. Les robó el nombre. Les dio otros. Ahora solo obedecen. Son sus Voces. Lo que queda después del olvido.

Y entonces los vi.

No bajaban por el camino. No irrumpían por la puerta. Estaban ahí. Como si siempre hubieran estado, inmóviles entre los árboles del jardín. Eran figuras humanas, pero algo en ellos gritaba ausencia. Ojos vacíos. Piel pálida, casi translúcida. Cada uno con una cicatriz espiralada en el cuello, como una marca de propiedad.

Uno de ellos habló. No con su boca. Con mi mente:

—Ella es la llave. El espejo. La grieta. Devuélvenos lo que nos pertenece.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Algo se movió dentro de mi pecho. No era miedo. Era algo más antiguo. Algo que había estado dormido. Algo mío.

—No voy a entregarla —dijo Aeren, firme como un faro en medio del vendaval.

—Ya lo hiciste. Cuando la amaste. Cuando elegiste su voz sobre la nuestra. Ya es nuestra.

Y lo entendí.

No venían por Aeren.

Venían por mí.

Porque cuando él trató de romper su pacto, no lo hizo con sangre, ni con fuego. Lo hizo con amor. Con mi amor. Y usó mi nombre. Mi existencia fue la ofrenda. Mi vida, el precio.

—Aeren… —mi voz era apenas un temblor—. ¿Qué hiciste?

Él me miró como si acabara de recordar un crimen imperdonable.

—Te elegí. Cuando no debía.

Las Voces avanzaron un paso. El aire se espesó, denso como niebla de cementerio. Y entonces mi mente se abrió. No por voluntad. Por urgencia. Por necesidad.

Mi nombre comenzó a regresar.

Letra por letra.

Fuego por fuego.

Para romper el eco, para cerrar la grieta, tenía que ser entera.

Tenía que ser yo.

Cerré los ojos. No para huir. Para entrar. La niebla me abrazó como un susurro del pasado, como una caricia enterrada en mi médula. Me vi a mí misma en reflejos quebrados: riendo, huyendo, amando, cayendo.

Y en el centro, como una semilla incandescente, una palabra.

No humana. No invocada. Mía.

Naelisse.

El nombre cayó dentro de mí como un rayo que encuentra su raíz. Una explosión de memoria y verdad. Y con él, los recuerdos se encajaron como piezas malditas. Las voces cesaron. Las marcas en mi piel se alinearon, formando el mismo símbolo del altar: espiral roto, pero ardiendo con una luz nacida de mi propio pecho.



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En el texto hay: amor, amor miedos secretos, miedo terror

Editado: 13.06.2025

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