Naelisse.
Mi nombre giraba en mi mente como un faro en medio de la tormenta, ardiendo con una intensidad que no podía apagar. Ahora que lo recordaba, el mundo ya no era el mismo. Cada grieta en mi interior, cada pedazo que se había roto y dispersado como cenizas al viento, comenzaba a tomar forma, a unirse con una lógica que antes no entendía. Pero con la verdad también llegó el dolor. Uno profundo, primitivo. Como si al recordar quién era, hubiera desenterrado no solo mi nombre, sino todo lo que me habían obligado a olvidar.
La tierra temblaba bajo nuestros pies, y las Voces —esas sombras sin forma que respondían al Eco— se retorcían justo al borde del círculo de protección que Aeren había dibujado con sangre y ceniza. Ya no susurraban. No gemían. No gritaban. Esperaban. Una calma tensa que helaba la médula, como si contuvieran la respiración colectiva del abismo.
Aeren se incorporó lentamente. Su rostro era un mapa de emociones desbordadas: orgullo, miedo, amor y culpa, todos entrelazados en una expresión que hablaba sin palabras. Sabía que yo había vuelto a ser quien era, y eso lo llenaba de esperanza, pero también de terror. Porque ser Naelisse significaba algo que no podía cambiarse, algo que ni siquiera él, con toda su fe en mí, podría contener.
—Naelisse —susurró, y mi nombre salió de su boca como una plegaria—. El Eco la reconoció. Te teme, pero también te quiere.
—Porque fui el sello —respondí, y mi voz sonó como un eco que no era mío, pero tampoco ajeno—. Fui la llave. Pero ahora soy la puerta.
El espiral en mi espalda brillaba con fuerza. Ya no era solo una marca: era un umbral abierto, una herida viva que latía con la pulsación del mundo enterrado bajo la realidad. Y yo lo sentía. Cada paso de las Voces era una presión sobre mis hombros, como si el pasado reclamara mi cuerpo como hogar.
—No quiero ser esto —dije, con la voz quebrada.
—Tampoco quise ser lo que soy —respondió Aeren, y sus ojos ardían—. Pero elegirnos no fue un error.
Lo miré. El amor que sentía por él no había cambiado, pero ya no era inocente. Ahora lo veía todo: sus decisiones, sus omisiones, su silencio cómplice. Él había invocado algo. Me había amado sabiendo. Había enterrado su nombre, y luego el mío. No por maldad, sino por miedo. Por destino. Por no saber si había otra salida.
Las Voces dieron un paso al frente. Una de ellas habló. Con su propia boca. Con su propia carne.
—Naelisse. El Eco te llama. Ven. Toma el lugar que te corresponde.
Y una parte de mí quería hacerlo. Sentir la calma dulce del olvido. Abandonar la lucha. Dejar de ser grieta, de ser fuego, de arder entre dos mundos. Pero no podía. No ahora.
—No me niego a lo que soy —dije, y esta vez, mi voz fue una llama—. Pero tampoco les pertenezco.
Extendí la mano. No hacia ellos, sino hacia Aeren.
Él dudó. Un segundo apenas. Luego la tomó.
Y cuando nuestros dedos se entrelazaron, el espiral en mi espalda se encendió con una luz que no era oscura ni pura. Era humana. Y eso bastó.
Las Voces gritaron. No de miedo. De ruptura. Porque por primera vez, la grieta no era una condena. Era una elección. Y yo había elegido recordar.
Aeren cayó de rodillas, exhausto. Yo me mantuve en pie. Porque entendía, en lo más profundo de mi carne, que el olvido era fácil. Pero la memoria… la memoria era el verdadero poder.
—Naelisse —susurró una de las Voces antes de desvanecerse—. La llama que no pudo apagarse.
Y con eso, la grieta comenzó a cerrarse.
No del todo. Nunca del todo.
Pero lo suficiente para que, por primera vez, el mundo respirara en paz.
Desperté. De verdad, esta vez.
El jardín estaba quieto. No había Voces. No había espirales ardiendo en mi piel. Solo el sol colándose entre las hojas y el canto sutil de las aves matinales. Todo lo que había visto, sentido, vivido… había sido una visión. Un presagio. O tal vez, un recuerdo de algo que nunca sucedió, pero pudo haber sucedido.
Aeren dormía a mi lado. Respiraba con la calma de los mortales. Sin cicatrices encendidas. Sin temblores. Sin memoria. Me incorporé lentamente. El corazón me latía con fuerza, pero no por miedo. Por certeza.
Todo aquello que el Eco representaba, todo lo que yo había enfrentado en esa visión, no había llegado.
¿Un aviso? ¿Una advertencia? ¿Una memoria de otro mundo?
¿Y si la visión no era una advertencia… sino un recuerdo de otra versión de mí? Una que falló. Una que ya conoció el final.
Lo miré de nuevo.
—¿Qué eres realmente? —susurré.
No respondió.
Dormía como si nunca hubiera sufrido. Como si nada hubiera pasado.
Y, sin embargo… yo ya no era la misma.
Algo en mí había despertado.
Y no sabía si era mío… o del Eco.
No lo sabía.
Pero sí sabía una cosa:
Naelisse.
Mi nombre seguía allí. Grabado en mí. Iluminando desde adentro. Había cruzado el umbral del olvido y regresado con algo que nadie podría quitarme.
La visión había terminado.
Pero mi historia… apenas comenzaba.
No bajé a desayunar ese día. Ni al siguiente. Algo había cambiado desde la visión. No en el mundo. En mí. En la raíz.
Aeren intentaba hablarme. Me tomaba la mano. Me preguntaba si me sentía bien. Pero ya no sabía qué responder. Las palabras eran una piel que ya no me cubría.
—Estoy aquí —me dijo una tarde, con voz suave, temerosa.
Y yo quise creerle. Pero entre nosotros había una distancia invisible. Una grieta. Como si la versión de él que conocí en la visión se hubiera filtrado en la realidad. Como si ya no habláramos el mismo idioma.
Cada vez que me miraba, pensaba en su reflejo sonriendo en el espejo roto. En su voz diciendo: “Eso era todo lo que necesitábamos.”
¿Necesitaban qué?
Esa palabra me obsesionaba.
Una noche, mientras dormía, revisé sus cosas. No por desconfianza. Por necesidad. Por miedo. Miedo a que la verdad se escondiera en lo cotidiano.