Vuelve a Mí (y Quédate)

EL QUIEBRE EN LA VOZ

Esa noche no hablamos. No como antes.

Aeren me miraba como si yo fuera apenas la sombra de lo que alguna vez amó. Y yo lo observaba con la extrañeza de quien despierta junto a alguien que ya no reconoce. Éramos dos piezas de un rompecabezas roto, intentando encajar en un paisaje que ya no existía.

No sabíamos cómo tocarnos sin romper algo invisible entre nosotros.

—Estás cambiando —dijo al fin, con esa voz que parecía más un eco que una certeza.

—¿Y tú no? —pregunté, sin suavizar la herida.

No respondió. Solo el crepitar del fuego en la chimenea llenó el silencio que se instala cuando ya es demasiado tarde para hacer preguntas. Cuando las palabras se oxidan antes de salir de la boca.

—Yo confié en ti, Naelisse.

—¿Confiabas en la versión dormida de mí? —repliqué, sin dulzura—. Porque la que despertó… ya no puede seguir mintiéndose.

Aeren dio un paso hacia mí. Yo retrocedí. No por miedo. Por instinto. Porque en lo más hondo de mi alma, ya sabía que él no estaba allí por mí. No por la que soy ahora.

—¿Qué viste en la visión? —preguntó.

—Lo que somos. Lo que podríamos haber sido. Lo que aún podría venir —susurré—. Y no me gustó.

—Yo no soy el enemigo.

—No. Pero tampoco eres solo un aliado. Eres una grieta. Una pregunta sin respuesta. Y ya no sé si eso es suficiente para sostenernos.

Él asintió. Solo una vez.

Y luego se fue. Sin cerrar la puerta.

Pero esa puerta ya estaba cerrada desde hacía mucho.

La raíz se retorció suavemente en mi interior.

Y por primera vez...

No lloré.

Solo respiré.

Como quien acepta, por fin, que el amor no es antídoto. Solo un síntoma más del despertar.

Fue entonces cuando el aire se partió en dos. Un temblor recorrió la casa. Las ventanas se empañaron de inmediato, no por calor, sino por un frío que no pertenecía a este mundo. Y antes de que pudiera moverme, una sombra emergió del rincón más oscuro de la sala.

El Eco.

Su forma era ambigua. Cambiante. Como humo que jugaba a volverse carne. Pero sus ojos... sus ojos eran dos espejos vacíos, sin fondo, sin nombre.

—Naelisse —dijo. Su voz no vino de su boca, sino desde todas partes: desde el suelo, el techo, las paredes… desde dentro de mí—. Ya es hora.

No hubo tiempo de correr. Ni siquiera de gritar. Solo sentí cómo la oscuridad se cerraba a mi alrededor, y el suelo desaparecía bajo mis pies. Aeren gritó mi nombre. Pero ya no estaba ahí.

Todo era sombra. Sombra y vacío.

Hasta que una luz broto del cielo.

Aeren cayó como un relámpago. Rompió la niebla. Se lanzó sobre el Eco con una furia que jamás le había visto. Sus manos brillaban con símbolos antiguos. Cada golpe era un acto de fe.

—¡No la llevarás! —gritó—. ¡Ella no es tuya!

El Eco retrocedió, pero no huyó. Solo se alzó más. Más alto. Más oscuro.

—Tú lo sabes, Aeren. Siempre lo supiste —susurró, con un tono casi tierno—. Ella es el vínculo. El reflejo. Solo tomándola puedo cerrarme. Solo su conciencia puede apagarme.

Aeren jadeaba. Sangraba. Pero no caía.

—¡Entonces tómame a mí! —gritó—. ¡Déjala ir! ¡Yo ocuparé tu lugar!

Silencio.

—¿Estás dispuesto a desaparecer? —preguntó el Eco.

—Lo estoy —dijo Aeren, sin dudar—. Porque la amé desde el primer momento. Porque nunca dejaré de hacerlo. Incluso dejando de existir.

—¡No! —grité—. ¡Aeren, no! ¡Yo elijo quedarme contigo! ¡No quiero este destino si tú no estás!

Pero él ya me miraba con una sonrisa que dolía más que mil despedidas.

—Naelisse… tú me liberaste una vez. Ahora me toca devolverte la libertad.

El Eco extendió una mano hecha de sombra. Aeren… la tomó.

Todo se volvió blanco.

Y entonces desperté.

Sola.

Otra vez.

Pero esta vez… con el corazón verdaderamente roto.

Y el nombre de Aeren ardiendo como una estrella que se apaga justo en el centro de mi pecho.

El aire olía a hierro y cenizas. El cielo, cubierto de nubes rotas, presagiaba el fin de algo antiguo. A cada paso que daba, la tierra se agrietaba detrás de mí, como si el mundo se negara a continuar si yo fracasaba.

Aeren había desaparecido. Se había ofrecido por mí. Pero no iba a permitirlo.

La raíz ardía dentro de mí. No de oscuridad. De decisión. La visión. Los símbolos. El nombre. Todo me había conducido hasta aquí. A romper el ciclo. A enfrentar al Eco.

El bosque se tornó más denso. Las hojas, negras como hollín. Los árboles se inclinaban hacia mí, como si quisieran contarme un secreto que ya conocía. Me dejé guiar por el ritmo en mi sangre. Uno que no era solo mío. Era nuestro. De Aeren. De mí. De algo mucho más antiguo que nosotros dos.

Y sin saberlo, crucé el umbral.

Un altar de piedra se alzaba en el centro de un claro. A su alrededor, símbolos tallados vibraban con luz roja. Voces que no eran voces giraban en el aire como humo. Y en el centro, el Eco. Alto. Envuelto en sombras que no obedecían las leyes de la luz.

Aeren estaba a su lado. De pie. Inmóvil. Con una expresión imposible de leer.

—Has venido —dijo el Eco, su voz como metal rompiéndose—. Sabía que lo harías. Siempre fuiste el eje. No él.

Lo miré con rabia. Y con miedo. No por el Eco. Por lo que Aeren podría haber hecho.

—¿Dónde está Aeren? —pregunté. Mi voz no tembló.

—Aquí —respondió él mismo. Dio un paso hacia mí. Sonrió. Pero no era su sonrisa. Era un reflejo vacío.

—¿Qué hiciste? —susurré.

El Eco rió. Una risa que partió las piedras.

—Él me trajo lo que necesitaba. A ti. La raíz. La llave. Cumplió su promesa.

—No —murmuré, dando un paso atrás—. Aeren no haría eso. Él me amaba.

—¿Y qué es el amor, sino la forma más perfecta de sacrificio? —dijo el Eco—. Él eligió. Yo solo acepté.

Me giré hacia Aeren. Buscando una chispa de verdad. Pero sus ojos eran vacíos.

Entonces lo oí.

Golpes. Venían de detrás del altar. Un espejo se alzaba entre piedra y sombra, como un portal sin fondo.



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En el texto hay: amor, amor miedos secretos, miedo terror

Editado: 13.06.2025

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