El aire temblaba. No por el calor. No por el miedo. Temblaba por la verdad, desnuda al fin, sangrando como una herida abierta que ya no podía taparse con palabras dulces ni promesas rotas. Todo lo que había estado oculto detrás de las miradas, los silencios y las medias verdades se revelaba ahora como un grito que atravesaba la carne.
Naelisse temblaba también. No por debilidad, no por fragilidad. Temblaba por furia. Por traición. Por el dolor visceral de saberse manipulada, arrancada de sí misma para encajar en un destino escrito por otros. Temblaba porque en su pecho ardía algo más antiguo que el miedo y más feroz que la rabia: la verdad de lo que era, y de lo que ya no estaba dispuesta a perder.
Aeren estaba allí, frente a ella, como si su presencia no fuera una ofensa, sino una consecuencia. Su rostro permanecía sereno, casi solemne, como si todo lo que acababa de estallar no fuera más que la inevitable conclusión de un plan largamente trazado. Sus ojos, antes hogar, eran ahora un abismo donde ya no quedaban puentes.
—¿Por qué? —preguntó Naelisse, con la voz hecha cenizas, quebrada pero aún firme, sostenida por el filo de su propia alma—. ¿Por qué nos hiciste esto?
Tom, aún temblando, la sujetó del brazo. Su tacto era real, cálido, humano. Sus ojos, despejados al fin, brillaban con la lucidez del que ha cruzado el infierno y recuerda cada paso. Recordaba. Todo. El mundo anterior. El amor perdido. La promesa bajo la luna. La desaparición cruel. El encierro detrás del espejo. La oscuridad que no perdona, que no explica, que simplemente devora.
Aeren respondió con la misma calma que Naelisse odiaba, con ese tono que sólo usan los que creen que hicieron lo necesario.
—Porque ella jamás habría venido por mí —dijo, sin remordimiento, como si sus palabras no fueran cuchillos—. No sin un motivo más fuerte. Más nuevo. Más... profundo.
—¿Así que me usaste? —susurró Tom, con una herida viva en la garganta—. ¿Todo fue un montaje? ¿Un reemplazo?
El Eco rió. Su cuerpo fluctuaba, sin forma fija, una sombra líquida atrapada en tormenta, como si incluso su existencia se burlara de la lógica. Pero su voz era clara, afilada, reptil:
—El amor verdadero... el anzuelo perfecto. Y tú, Aeren, fuiste el mejor actor. Tan convincente que por un momento hasta tú lo creíste.
Aeren lo miró. Pero ya no con ternura. Tampoco con odio. Lo miró como quien observa algo que ya no duele, pero tampoco importa. Como quien ve un eco del pasado que no desea volver a escuchar.
—No era un papel —murmuró—. Yo la amé. A mi manera. Pero su alma... su alma tenía grietas donde todavía vivía él. Y yo no podía con eso. Nunca fui suficiente. Nunca lo sería.
Naelisse sintió que algo se quebraba, no por la confesión, sino por la certeza de que esa historia nunca había sido suya. Apretó los puños. Y entonces lo sintió. Las raíces que alguna vez temió ardían bajo su piel, no con oscuridad, sino con verdad. Su cuerpo, su mente, su nombre. Todo en ella vibraba con una fuerza que no venía del Eco, ni de los hombres que la amaron. Era ella. Al fin.
—Te equivocas —dijo con voz firme, avanzando hacia Aeren paso a paso, con la espalda recta, sin miedo—. Yo no vine por él. Ni por ti. Vine por mí. Para liberarme. Para entender. Para recordar quién fui, quién soy, y lo que el mundo intentó hacerme olvidar.
El Eco rugió. El suelo tembló, agrietándose como vidrio bajo fuego. El aire se volvió negro, espeso, casi irrespirable. Pero Naelisse no se detuvo. Había nacido para este momento.
—Tú no me creaste, Eco. No eres el origen. Solo fuiste la chispa que despertó lo que siempre estuvo dentro de mí. Y ahora...
Extendió las manos. Las raíces danzaron a través de su piel, se iluminaron como fuego blanco. No quemaban. Purificaban.
—...yo te devuelvo al olvido.
Del centro de su pecho emergió una luz. Un símbolo girando lentamente entre sus costillas, el mismo que había aparecido una y otra vez en sus sueños, en los márgenes de los cuadernos, en las paredes del espejo. Un círculo incompleto, ahora perfecto. Ahora despierto.
El Eco chilló. Su forma se quebró. Se dobló sobre sí misma como un huracán muriendo. Gritaba no de dolor, sino de miedo. Porque por primera vez, ya no tenía poder.
Aeren corrió hacia ella, desesperado. Su voz se quebró como vidrio.
—¡No! ¡Naelisse, si él desaparece, yo también! ¡Él es parte de mí!
—Entonces desaparece —susurró Tom, colocándose junto a ella, sin dudar, con la mirada firme como una promesa nueva.
Naelisse cerró los ojos. No por debilidad, sino para recordar cada rostro, cada traición, cada caricia que la trajo hasta aquí. Y luego... el símbolo ardió.
Y todo se volvió luz.
Una luz sin sombra.
Cuando abrió los ojos, el mundo estaba en silencio. No uno vacío, sino un silencio limpio. Como el que sigue después de una tormenta. Uno donde se puede volver a respirar.
Tom estaba a su lado, vivo, real. Sus dedos entrelazados con los suyos. El Eco había desaparecido. No quedó rastro, ni ceniza. Y Aeren... no estaba. Solo un colgante en el suelo. Una piedra sin brillo. Un pedazo de pasado que se había rendido sin guerra.
Naelisse lo recogió con cuidado. Lo sostuvo en la palma, como quien sostiene un adiós. Y lloró.
No por amor perdido. No por lo que ya no volvería. Lloró por la parte de sí misma que aún lo amaba. La parte que también necesitaba soltar.
Y lo soltó.
El colgante cayó, suave, al centro del altar, donde el tiempo ya no lo tocaría.
Se volvió hacia Tom. Su voz era una caricia nueva.
—Vamos a casa —dijo.
Y por primera vez en mucho tiempo, supo dónde quedaba.