El Eco había desaparecido. No se esfumó. No explotó. Simplemente se deshizo en humo y ecos, como si nunca hubiese sido del todo real, como si su existencia hubiera sido una grieta entre dimensiones, un susurro que ahora se extinguía en el olvido. Pero lo había sido. Lo era.
Naelisse lo sabía por el ardor punzante que le recorría los brazos, como raíces vivas retorciéndose bajo su piel. Lo sabía por el temblor irregular de su respiración, por la vibración tenue en el aire, por la figura tambaleante de Tom a su lado, que seguía aferrado a ella como si aún no supiera del todo si estaba despierto o atrapado en una ilusión.
—¿Estás bien? —preguntó ella, sin dejar de sostenerlo, con la voz aún cargada de un eco que no era del Eco, sino del miedo.
Tom asintió lentamente. Tenía la mirada perdida, como quien ha visto demasiado. Pero sus manos estaban firmes. El chico que había amado —y que había olvidado— volvía a mirarla con la misma intensidad de entonces, como si nada hubiese cambiado y, al mismo tiempo, todo hubiese sido arrasado.
—No entiendo cómo llegué aquí —murmuró—. Solo recuerdo la lluvia. Tu voz. Después… oscuridad.
Naelisse lo abrazó. Hundió el rostro en su cuello, reconociendo su olor, el latido de su pecho, el calor de su piel. Era real. Él. Allí. Después de tanto. Después de todo.
Pero entonces su mirada se desvió hacia el rincón donde Aeren había caído de rodillas, vencido. Ya no quedaba rastro de la sonrisa falsa que lo cubría como una máscara. Sólo un cansancio denso, infinito, como si el peso de sus elecciones lo estuviera devorando desde dentro.
—¿Por qué? —preguntó Naelisse. La voz se le quebró en la garganta, salió como un susurro herido, como una nota olvidada en una canción rota.
Aeren alzó el rostro. Y en sus ojos no había soberbia. Ni rabia. Solo una desnudez dolorosa, la mirada de quien ha perdido incluso la justificación para seguir respirando.
—Porque nunca me habrías elegido si no borraba lo que una vez sentiste por él —confesó, sin escudo alguno—. No lo traje para hacerle daño. Lo traje porque… yo necesitaba una oportunidad. Una sola.
Naelisse dio un paso atrás. Algo se estremecía en su pecho, no como un rugido, sino como un lamento antiguo.
—¿Borraste mis recuerdos?
—No —negó él, con la voz baja—. El Eco lo hizo. Pero yo… yo no lo detuve. Sabía que si él te tocaba, el olvido llegaría. Y yo… aproveché. Me escondí detrás de eso. Me mentí diciendo que era justo.
Tom dio un paso al frente, la furia en sus ojos como llamas dormidas despertando.
—¡Nos arrebataste la vida que teníamos!
—Lo sé —admitió Aeren, bajando la mirada—. Y lo odié. Desde el primer momento en que entendí lo que había hecho, lo odié. Pero para entonces… tú ya no estabas. Y ella me miró como si, por un instante, yo pudiera salvarla. Y me aferré a eso como un cobarde que teme la verdad.
Naelisse sintió algo quebrarse dentro de ella. No era rabia. Tampoco tristeza. Era luto. Un duelo silencioso por el amor que había sentido, por las palabras que creyó verdaderas, por la historia que construyó sobre una base falsa pero que, aun así, contenía retazos de belleza. Porque una parte de Aeren sí había sido real. Y eso la destruía.
Se acercó a él. Se agachó a su altura, con los ojos fijos en los suyos. Había compasión en su rostro, pero no perdón.
—Podrías habérmelo dicho —susurró—. No necesitabas convertirte en mi carcelero para que te eligiera.
Aeren asintió, los ojos brillando con lágrimas que no sabía si debía dejar caer.
—Solo quería sentir, aunque fuera prestado, lo que él tuvo contigo. Un instante. Un segundo eterno.
Naelisse le rozó la mejilla con la punta de los dedos, como una despedida sin palabras.
—No eras sombra. Pero elegiste convertirte en ella.
Se puso de pie. Tomó a Tom de la mano. Y sin mirar atrás, caminó hacia la salida de ese mundo que se desmoronaba como un castillo de espejos bajo tormenta. Mientras la luz se abría paso entre las grietas, Naelisse sintió cómo los recuerdos volvían a ella. No solo los de Tom. También los suyos. Los verdaderos. De la que era. De la que fue. De la que aún podía ser.
Y entre los ecos finales, juró escuchar la voz de Aeren por última vez, lejana y rota:
—Te amé. Incluso sabiendo que no era mío ese amor.
No se giró.
Porque el amor no se mide por el sacrificio. Se mide por la verdad que somos capaces de decirnos. Y ahora, al fin, ella era libre.
El mundo al que volvieron no era el mismo. Y tampoco lo eran ellos.
Naelisse sentía la tierra blanda bajo sus pies, pero dudaba de su realidad, como si todo lo que tocara estuviera aún impregnado de la irrealidad del otro lado. Tom caminaba a su lado en silencio, con la ropa hecha jirones y la mirada vacía. Ninguno de los dos hablaba, como si las palabras hubieran quedado atrapadas en ese otro mundo, como si aún temieran pronunciar algo que los devolviera allí.
El Eco ya no los seguía. No con garras. No con risas. Pero su sombra… esa permanecía adherida a los bordes de la memoria, como moho en las paredes del alma. Persistente. Silenciosa.
Naelisse apenas podía sostener el cuaderno de su madre. Estaba quemado por uno de los bordes, y en la tapa, como un susurro póstumo, aún se leía la tinta negra de la última frase que ella misma había escrito:
"El amor también puede mentir."
Caminaron durante horas, sin dirección clara, hasta que llegaron al claro del bosque donde todo había comenzado. Allí, el aire olía a musgo, a tierra mojada, a cicatrices. El cielo estaba limpio, pero el alma seguía nublada.
Tom se dejó caer bajo un árbol, sin palabras. Cerró los ojos, y en ese gesto se notaba que el cansancio que lo vencía no era físico. Era el cansancio del alma, de quien ha luchado demasiado, de quien ya no busca respuestas sino descanso.
Naelisse lo miró, y de golpe, todo volvió. El reflejo tras el espejo. La prisión. Los golpes en la superficie de cristal. La primera vez que lo amó. Su risa como hogar. Las estrellas que dibujaba en la servilleta de aquel café. Todo regresó como un río helado, arrastrando los restos de lo que fueron.