W Y H. La Guerra Comienza

CAPITULO 21 SANGRE

CAPITULO 21
SANGRE

H siente su cuerpo inmóvil, pesado como si estuviera atrapado bajo un gran peso. No puede abrir los ojos, pero percibe una sensación de movimiento, un constante vaivén que lo envuelve. El eco distante de cascos golpeando el suelo confirma que está siendo transportado en una carreta. Todo a su alrededor es un caos de sonidos apagados y fragmentos de conversación que apenas logra descifrar.

—¿No podemos ir más rápido? —pregunta Oliver, con un tono de desesperación que parece atravesar la neblina que cubre la mente de H.

—Si aceleramos, se desangrará más rápido —responde Sara con una calma forzada, aunque su voz tiembla levemente bajo la tensión.

El ritmo de los caballos resuena con fuerza, acompañado por el crujido de las ruedas al atravesar el terreno irregular. Para H, estos sonidos no son más que datos dispersos que su mente registra automáticamente. No hay emociones que lo alteren, ni miedo, ni dolor, ni siquiera incomodidad. Su percepción fría y lógica solo procesa la información: el balanceo constante, el ruido de la carreta, la presión en su abdomen que indica la gravedad de sus heridas.

H pierde el conocimiento una vez más, cayendo en un abismo donde la oscuridad lo envuelve. Sin embargo, en lugar de vacío, su mente lo arrastra hacia un recuerdo, uno que observa como si estuviera en el palco de un teatro, viendo una obra que se despliega frente a él.

El escenario cambia, llevándolo al día en que su entrenamiento terminó. Ahí está: un niño de apenas diez años, su cuerpo pequeño marcado con cicatrices y moretones que narran historias de disciplina y dolor. Sus puños están hinchados, pero su expresión es fría, vacía, como si la capacidad de sentir hubiera sido arrancada de él. Frente a él, su padre, Hernan, se aproxima con una mirada severa. Sin vacilar, le entrega una poción de vida, su voz cargada de orgullo mientras ordena que la beba.

La escena cambia y el niño ahora se encuentra en una pradera. Más allá, un pequeño pueblo se alza, sus habitantes trabajando diligentemente en la construcción de un muro de piedras y madera. Hernan toma una daga y la lanza al suelo entre ellos, sus ojos brillando con odio.

—Esta es tu prueba final —declara Hernan, su voz impregnada de un orgullo oscuro—. Quiero que mates a todos los humanos de este lugar. Nadie debe quedar con vida en el pueblo de Ipala.

La orden resuena en el aire, implacable y cruel. H, incluso en este recuerdo, no siente nada. Su mente está en blanco, procesando las palabras de su padre como una ecuación que debe resolver.

Pero antes de que la escena pueda continuar, H es arrancado de su sueño. La realidad lo llama. Aunque aún no puede abrir los ojos, el eco en sus oídos ha desaparecido. Ahora las voces suenan más claras.

Escucha pasos rápidos, el sonido de alguien acercándose a toda velocidad. Ashley llega a la carreta, su respiración pesada es evidencia del esfuerzo que le tomó alcanzarlos.

—¿Las conseguiste? —pregunta Sara, su tono cargado de tensión.

—Sí —responde Ashley, aún recuperando el aliento—, pero me gustaría poder hacer algo más para ayudar a H.

H siente un peso sobre su abdomen. Supone que es Sara quien está haciendo presión en su herida, intentando detener la hemorragia. A través de su cuerpo debilitado, percibe el temblor de unas manos adultas que trabajan con urgencia. Sin embargo, pronto otras manos, más pequeñas y delicadas, se unen a las de Sara.

—Por favor, señor H, no se muera... —dice Oliver entre sollozos. Su voz tiembla, rota por el llanto—. Yo... yo le prometí que me convertiría en su compañero, en alguien fuerte que lo acompañaría en sus viajes y lo ayudaría a pelear...

Pero entonces siente otro par de manos que se suman al esfuerzo. Ashley, con tristeza evidente en su tono, intenta confortar al joven.

—Oliver, conozco a H desde hace décadas... —su voz es calmada al principio, pero se quiebra levemente mientras habla—. Lo he visto pelear contra ejércitos, recibir heridas más grandes que esta...

Ashley hace una pausa. Su respiración tiembla mientras lucha por mantener la compostura. Traga saliva, esforzándose por recuperar su tono firme.

—H se va a recuperar. Estoy segura de ello...

A pesar de sus palabras, la desesperación apenas contenida se filtra en cada sílaba. H percibe el peso de las manos sobre él, el calor de las palmas que intentan salvarlo, pero todo comienza a desvanecerse una vez más. Su conciencia se pierde en un abismo oscuro, donde no hay dolor ni miedo, solo silencio.

H vuelve a sumergirse en el sueño, un recuerdo que lo arrastra sin piedad hacia los rincones más oscuros de su pasado. La escena se despliega ante él como un teatro macabro, cada detalle nítido y cruel.

El niño de diez años yace en el suelo, cubierto de sangre. Su pequeño cuerpo está rodeado por ocho cadáveres, los cuerpos inertes de los compañeros de Hernán, aquellos que lo habían entrenado con brutalidad. La sangre, aún fresca, se mezcla con el polvo del suelo, creando un contraste grotesco. Pero el niño no muestra emoción alguna. Su rostro permanece vacío, sus ojos sin vida, como si el peso de lo que acaba de hacer no significara nada.

En la esquina de la armería, un pequeño W, de apenas seis años, está de pie. Su expresión es un reflejo de la de H: fría, vacía, completamente desprovista de humanidad. Sus pequeñas manos están cubiertas de sangre, y a sus pies yace el cuerpo de su padre, Wilson.

El silencio en la armería es ensordecedor, roto solo por el goteo de la sangre que cae al suelo. La escena es un retrato de la desolación, un recordatorio de cómo la crueldad y el odio moldearon a estos dos niños en armas vivientes.

H recupera lentamente la conciencia, su mente aún nublada y su cuerpo pesado. Un dolor punzante en su abdomen reclama su atención, como si un hierro caliente atravesara su piel. La presión constante sobre la herida amplifica la sensación, aunque reconoce que es necesario para mantenerlo con vida. Cada latido de su corazón envía una oleada de dolor que se propaga desde su abdomen hasta su pecho.




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