El hombre que acababa de hablar al lado mio era el mismísimo Max Laurent, el Omega codiciado por todos los alfas del pais cuya belleza y encanto frio había sobrepasado la frontera del pais, hasta llegar mucho mas lejos...
_ No tienes porque disculparte...si no has hecho nada malo...muchos se quedaron a ver estás bellezas cuando empiezan a trabajar aqui, pero luego se terminan acostumbrando con el tiempo...
_ Querido hermano, no creo que el necesite que le expliques algo -dijo Erick Martínez apareciendo detrás de Max - de todas maneras creo que hoy sabremos si tiene el espíritu suficiente para resistir este trabajo...
Ambos empezaron a caminar en dirección al gran mesón donde los alfas anteriormente habían sujetado al testigo, solo uno llevaba su arma destinada (Eric llevaba la agujas del alba en una de sus manos)
Max hablo primero...
_Te lo preguntare por una última vez...quien te mando a tratar de asesinar al Ceo Kang Dae-Hyun...
_No te lo dire! Jamas lo hare! No diré quien fue!
_Dado a que no quieres colaborar, creo que tenemos que darte una pequeña lección...
Max miro a Eric, fueron solo unos segundos pero pude distinguir un brillo terrorífico en esas miradas, como si las personas que habían hablado anteriormente conmigo hubieran desaparecido y en su lugar solo se quedara unos seres con sed de sangre...
_Quieres descubrir porque este inofensivo abanico se llama las agujas del alba...
_No lo se, y no quiero saberlo...
_Ohhhhh un hombre sin miedo de hablar...ojala asi de facil pudieras darnos el nombre que tanto pedimos...pero como que no quieres colaborar tendre que hacerlo a la fuerza...-dijo cambiando de una cara de inocencia absoluta a una de un depredador observando a su presa-
Presionando ligeramente el mango del abanico unas finas agujas bañadas en plata oscura emergieron de la nada, brillando débilmente bueno la luz, coloco estás en dirección de uno de los brazos del sujeto, un grito estremecedor salio de la garganta del sujeto, hizo de todo para poder sacarse sin poder lograrlo, gracias a las cadenas que sujetaban sus brazos y piernas.
Sin levantar aun el abanico fue moviendo lentamente el abanico por toda la extención de su brazo, grandes chorros de sangre empezo a bañar la extención de la mesa, convirtiendo el blanco en un rojo palpitante.
_He oido por uno que otro que sobrevivió que cada una de estas agujas provocan una mezcla de dolor y entumecimiento al clavarse, como si la carne ardiera y se enfriará a la vez...provocando que la victima pierda la noción del tiempo,como si el tormento durara dias...Y tu, que dices vas a hablar, o me haras meterla totalmente, ahora que me doy cuenta solo he metido la mitad...
En medio de gritos, de dolor pude oir lo que decía...
_Jamas te lo dire, si quieres puedes matarme no lo dire...
_Ya veo...creo que no podre sacarte nada...lo siento quería ser bueno y no dejarte en las manos de mi amigo...pero como no me queda de otra tendre que hacerlo...
_Ven querido, es tu futuro suegro después de todo trata de quitarle información a este sujeto y asi veras quien quiere matar a tu sue...
_Vuelves a decirlo y te mato, además es solo por trabajo y porque tiene algo que quiero, me estoy encargando de enamorar a su hijo Joon-Won...
_Lo que tu digas...pero quítale algo antes de que muera,creo que me excedi un poquito...
_No quisiste hablar con mi hermano, entonces te toca hablar conmigo...
La habitación olía a metal viejo y a café pasado. La única lámpara colgante apenas rozaba el centro, dejando los bordes en una penumbra húmeda donde los cuadros parecían mirar con ojos vacíos. En la mesa, envuelta en una tela negra como una promesa, reposaba La Caricia del Cuervo -una pieza de artesanía oscura: un guante que parecía esculpido para las manos de un dios cruel. Joon-Won la observó sin prisa, como quien contempla una obra antes de firmarla.
El preso que aún se encontraba atado a la mesa, con la mandíbula temblando más por el dolor que por el miedo. Sus ojos buscaban el techo y encontraban nada más que sombras. Las manos del que mandaba eran frías, precisas; no había prisa en su gesto, sólo la certeza de alguien que conoce el ritmo del silencio. Se acercó y, con la misma calma con la que se pone un anillo, deslizó el guante sobre su mano. No habló todavía. Dejó que el silencio se tragara las palabras.
-Dime un nombre -murmuró, y la voz no pugnó por sonar amable.
El hombre escupió un nombre que sonó a disculpa. Joon-Won ladeó la cabeza como quien escucha una nota desafinada. No respondió con rabia, sino con una curiosidad quirúrgica; sus dedos, enguantados, se posaron sobre la mejilla del otro. El contacto fue ligero, demasiado ligero, una caricia que no prometía muerte pero que prometía recordar. El prisionero cerró los ojos, esperando lo peor, porque en los matices de esa caricia había pasado más que precedente: había historia.
El sonido que rompió el tiempo no fue un grito crepitante ni un estruendo; fue un hilo: un raspado sordo que atravesó la habitación como un susurro traicionero. La respiración del hombre se volvió corta. No había sangre que describir, sólo el registro del miedo en su cara, el encogimiento del cuerpo ante el recuerdo de lo que la mano podía hacer. Las palabras se apagaron. Las llamadas imaginarias de auxilio se atascaban en la garganta; la mesa crujía, y la lámpara osciló.
Joon-Won habló en voz baja, casi como si recitara un poema:
_Lo que quiero no es el dolor. Quiero la verdad que el dolor esconde.
El prisionero buscó una salida en la mirada de su carcelero y, al no encontrarla, soltó una confesión a medias. Cada sílaba llevaba el sabor de la culpa y el alivio a medias de quien se desborda. El guante volvió a rozar, esta vez con una paciencia que dolía más que la prisa. No hubo estruendo; hubo rendición: primero del cuerpo, luego del alma.
Cuando terminó, la habitación parecía más fría. Joon-Won dejó el guante sobre la mesa como si apartara una herramienta de jardín. No se complacía en la destrucción, sino en la clarificación: lo que había arrancado no era sólo un secreto, sino un modo de saber quién quedaba limpio y quién manchado. El prisionero, pálido y con la mirada hueca, había aprendido la lección que no se enseña en libros.