En la vasta oscuridad del espacio solo existe la guerra.
Desde que nací, fui entregado al servicio del Emperador. Siempre fui lo suficientemente bueno como para sobrevivir… y para ganar cada combate.
Comencé siendo un don nadie, como muchos otros. Ja… rayos, a veces aún siento que sigo siendo aquel insignificante muchacho que solo cargaba balas para los soldados en las barracas.
Pero aunque esas dudas regresen, sé que ya no soy aquel hombre. Porque ahora soy un Astartes: un Marine Espacial al servicio no solo del Emperador, sino de toda la humanidad.
Mi escuadra y yo hemos recibido una misión: descender sobre un planeta desconocido y lejano, un mundo maldito, y erradicar las instalaciones del Caos desde su interior. Muchos han caído ya… este planeta consume la vida misma, y la guerra nunca cesa. Pero seguimos adelante, porque somos el flanco izquierdo del Imperio, el muro que contiene la oscuridad.
Esta es nuestra primera misión… y espero, por el honor del Emperador, que no sea la última.
Nuestro escuadrón estaba compuesto por cinco marines. Nuestros cuerpos, encerrados en las armaduras metálicas del Adeptus Astartes, brillaban débilmente bajo la luz roja de los indicadores de la nave. El rugido del motor resonaba como un rezo mecánico a través del casco: una plegaria hecha de acero y combustible sagrado.
Viajábamos en una de las naves de despliegue rápido del Imperio, rumbo a la superficie de un planeta olvidado y maldito. En el asiento delantero, el Capitán Clavious nos lideraba. Era un hombre que había visto más guerras de las que yo había vivido; su rostro, marcado por cicatrices antiguas, era un mapa de victorias y pérdidas.
A su lado estaban mis hermanos: Artruss, veterano de mirada helada; Kane, cuyo silencio valía más que cualquier sermón; y Volvon, el más joven, aunque su fe ardía más que el fuego de un lanzallamas.
Atravesábamos la atmósfera a toda velocidad. Las nubes del cielo rojo nos envolvían como un océano de sangre hirviente. La nave temblaba violentamente; nuestros asientos vibraban con cada estallido de turbulencia. No temblábamos por miedo, sino por la furia del descenso.
Por un instante, incluso entre aquel estruendo, sentí calma. Nos miramos en silencio, sabiendo que quizás ese sería el último momento de paz antes del descenso al infierno.
Entonces la voz del piloto estalló por el comunicador, rompiendo la quietud:
—Caballeros, prepárense para el aterrizaje. Hay una gran fiesta esperándolos allá abajo.
Debajo de nosotros, una guerra se desplegaba con furia divina. Las fuerzas del Caos chocaban contra nuestros hermanos en una danza de fuego y muerte. Desde las alturas pudimos ver a las criaturas aladas del enemigo surcar los cielos en manadas, parodias grotescas de aves. Sus alas de carne y hueso palpitaban con la energía de los Dioses Oscuros.
El Capitán Clavious se puso de pie; su voz rugió por encima del estruendo metálico:
—¡Esta es nuestra parada! ¡No nos dejarán aterrizar… así que tendremos que saltar!
—¡Abriendo compuertas! —gritó el piloto.
El aire ardiente invadió la cabina. Desde la abertura vimos el infierno: fuego, balas trazadoras, explosiones y los gritos lejanos de los moribundos. Naves caían envueltas en llamas; las torretas rugían y el cielo era un mosaico de muerte.
—¡Marines! —clamó Clavious— ¿Cuál es nuestra misión?
—¡Destruir el núcleo del enemigo, señor! —gritamos al unísono.
El Capitán asintió. Las compuertas se abrieron por completo.
El viento rugió como una bestia y, uno a uno, tomamos nuestras armas, saltando hacia el corazón del combate. Caímos del cielo como meteoros, heraldos del Emperador. Y el infierno nos dio la bienvenida.
Antes del salto, el piloto se giró hacia nosotros; la luz roja del compartimiento teñía su rostro sudoroso.
—Los veré luego… cuando terminen la misión en la vieja iglesia. ¿Ya saben cómo llegar allá, cierto? —preguntó, ajustando los controles con manos temblorosas, intentando mantener la nave entre las turbulencias.
Asentimos al unísono; nuestras armaduras chirriaron bajo el movimiento. El piloto esbozó una sonrisa cansada, mezcla de fe y resignación.
—¡Que el Emperador los guíe, hermanos! —gritó, golpeando el panel con el puño metálico.
Y saltamos.
El rugido del viento nos golpeó como un millar de cuchillas. La noche del cielo era profunda e infinita; en medio de ella descendíamos, envueltos en fuego y devoción. Cada uno empuñó su espada de energía; las runas grabadas en la hoja brillaron con la furia del Emperador.
Nadie vendría a salvarnos. Nosotros éramos los que traíamos la salvación.
Cerré los ojos un instante, y lo vi: al Emperador —o la imagen que mi mente había construido de Él—, una figura envuelta en luz dorada que me observaba con juicio silencioso. Abrí los ojos.
Un chillido desgarró el aire: criaturas aladas se lanzaban en picada desde las nubes, sus cuerpos retorcidos y ojos encendidos por la corrupción del Caos.
—¡Por el Emperador! —rugí, levantando la espada.
Con un tajo, destrocé a una de ellas en pleno aire. Su sangre negra salpicó mi armadura, chispeando contra el metal sagrado. No hubo tiempo para pensar; otras se abalanzaron, gritando con voces imposibles, ecos de mundos condenados. Respondimos con fuego, acero… y fe.
Pocas veces había sentido la verdadera oscuridad de la guerra, pero mientras caíamos desde esos cielos teñidos de rojo supe que algo no andaba bien con el planeta. Se respiraba enfermedad, corrupción; el aire apestaba a Caos.
A nuestro alrededor, las sombras se agitaban entre rugidos y fuego. Criaturas aladas surgían del abismo, retorcidas por la blasfemia. Con un solo movimiento de mi espada y la fuerza bendita de mi armadura arranqué alas, corté gargantas y esparcí su sangre antes de tocar tierra.
—¡Tocaremos suelo en tres… dos… uno! —rugió el Capitán Clavious a través del comunicador, descendiendo envuelto en sangre y acero, acosado por tres engendros del Caos.