"Werena en el pueblo de los muertos"

Capítulo III - Las sirvientas y la mansión

Isela continuó caminando sin parar sentia escalofríos al pasar por el bosque era solitario y oscuro sólo el sol iluminaba lo poco que quedaba los cuervos la observaban.

El camino se sentía solitario. Solo se escuchaban los cuervos, el crujir de las ramas de los árboles secos, los animales corriendo entre el bosque, y el aroma dulce de las flores que flotaban en el aire. Nada más.

De repente, sintió algo rozar su pie. Saltó del susto y gritó. Frente a ella había una serpiente negra con líneas rojas, que la observaba con una mirada profunda. Parecía decirle que la extrañaba. No había odio. No había maldad. Solo reconocimiento.

Isela la observó deslizarse y enroscarse alrededor de su pierna antes de desaparecer entre los árboles del bosque. Sonrió ante el susto y siguió caminando. Los cuervos sobrevolaban, atentos a cada paso que daba.

Luego sentís sus zapatos pegajosos de sangre donde los cuervos tiraban los cuerpos de los animales que comían se sintió mal por ellos pero siguió caminando hasta darse cuenta que la neblina invadía por completo la mitad del bosque finalmente luego de un buen rato logro llegar.

Después de un buen rato, Isela finalmente llegó al portón blanco.

Isela se detuvo frente al enorme portón blanco.
Notó que estaba decorado con diseños de ángeles llorando, cargando el peso de la tumba. En medio de las figuras, una palabra escrita en un idioma jamás visto brillaba ante sus ojos: “Transcender”. Un escalofrío le recorrió la espalda. Respiró hondo y empujó el portón.

El camino hasta la mansión era largo, serpenteante, y cada paso se sentía cargado de expectativa. Cuando finalmente estuvo frente a la puerta y levantó la mano para tocarla, esta se abrió antes de que pudiera hacerlo.

—Volviste —dijo sorprendida una voz.

Era Bruma, la sirvienta, contemplando a Isela con una mezcla de reconocimiento y reverencia.
—Él te espera —le indicó, haciendo un gesto para que pasara.

Bruma era una sirvienta antigua, vestida con un uniforme blanco y negro. En la parte izquierda del pecho llevaba una insignia un corazón trazado en el medio, rodeado de espinas y rosas. Isela entró sin pensarlo.

Dentro de la mansión, lo primero que llamó su atención fue un piano magnífico frente a una ventana enorme. Desde allí se podía contemplar el paisaje de nubes que flotaban sobre la montaña. El piano, blanco pulido con detalles en oro, tenía teclas negras que relucían. Su brillo era tan intenso que parecía desprender un color único, casi como si la melodía del instrumento se viera antes de sonar.
Era tan familiar el piano que sentía como si fuera un deja vu todo lo que sucedía pero a la vez era nuevo

Isela recorrió la sala con la vista y se fijó en los retratos que colgaban de las paredes. Lo curioso era que ninguno mostraba rostros claros: todos estaban borrosos.
—Señora Bruma, ¿por qué las fotos están borrosas? —preguntó Isela.
—Si observas bien —respondió Bruma—, puedes verlos.
—No entiendo… —dijo Isela.
Bruma se inclinó hacia ella y le susurró al oído:
—Acuérdate de lo que dijiste una vez… lo que muere nunca se aleja, si no transciende en algo más vivo.

Isela se sentó en la sala a esperar. Poco después apareció otra sirvienta.
—Me presento, soy Rowena —dijo con una reverencia.
Isela hizo un gesto de asentimiento.

Rowena le ofreció algo de beber.
—Acepto —dijo Isela, sonriendo.
—Tenemos té de todos los sabores que existen —comentó Rowena.
—Entonces quiero té de manzana —bromeó Isela.

Rowena asintió y se alejó. Al rato regresó con un plato blanco cubierto de oro, decorado con flores y ángeles colgantes, y la taza de té. Era rojo como la sangre, evocando la ilusión de la manzana que Isela había pedido.

Isela se quedó sorprendida.
—Aprovecha y descansa —dijo Rowena—. Te llamarán para el almuerzo.

Isela agradeció, tomó un sorbo de té y el sabor dulce le recordó a las manzanas que cultivaban en la escuela. Una risa de nostalgia escapó de sus labios mientras pensaba en sus compañeros, sin comprender cómo había sucedido todo.

Se levantó y volvió a observar los cuadros. Ninguno tenía rostro: todos permanecían borrosos, como si ocultaran secretos que solo el tiempo o la memoria pudieran revelar.

Pero un cuadro en especial la hacía sentir escalofríos el llamado "Jefe" lo raro ninguno tenía rostro todo estaba borroso




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