"Werena en el pueblo de los muertos"

Capítulo IV - El marqués Aureliano

Isela dejó la taza de té sobre una mesa de madera con un centro de vidrio, decorada con flores marchitas y arañas, todo bañado en mármol. Hizo un gesto de asco y continuó caminando por la mansión.

Sus ojos se posaron en una ventana enorme y, guiada por la curiosidad, subió la escalera. Frente a ella se desplegaba un jardín circular, rodeado de rosas negras, rojas y blancas. Quedó sorprendida.

A lo lejos, otro jardín mostraba una pileta enorme, con el agua más cristalina que jamás había visto en su vida. En un tercer jardín había un lugar para leer y tomar té una casita de cristal con almohadas colgantes para sentarse, ángeles que lanzaban fragancia de flores, y mesitas de té con diseños extraños y delicados como algo antiguo y viejo

Isela observó la escalera por la que había subido, y notó que a la izquierda y a la derecha partían dos escaleras enormes que conducían a otros rincones desconocidos de la mansión.

Un ruido detrás de ella le hizo girar la cabeza: era Bruma.
—Perdón —dijo Isela, ligeramente avergonzada—, no pedí permiso.

—No es necesario —respondió Bruma—. Puedes caminar el lugar que quieras si al final es tu hogar no tengas miedo.

—¿Mi hogar? —preguntó Isela, sorprendida.

—No siempre es hogar donde uno vive —explicó Bruma—. Hogar es donde sientes tu alma viva, donde tu corazón late y renace como las flores, donde navegas como las mariposas en el cielo. No donde el alma se marchita.

Isela se quedó en silencio, pensando, y asintió con un gesto: entendía.

—Puedes ir a decirle al jefe que es hora del almuerzo —dijo Bruma—. Estará encantado de verte.

Isela comenzó a subir las escaleras a la izquierda. Cada escalón hacía que sus zapatos se sintieran pesados, y una presión se instalara en su pecho. ¿Por qué a mí? ¿Por qué estoy aquí? ¿Cuál es mi misión? ¿Cuál es mi meta? ¿Volveré a casa? Pude haber ido a la playa… ¿qué hago aquí?

Al llegar al final, sus dedos rozaron la puerta.
Respiró hondo y tocó.

Isela tocó la puerta.
—¿Ya está el almuerzo? —preguntó.
Nadie respondió.

Volvió a hablar.
—¿Ya está el almuerzo?
Nada.

Finalmente, entró sin pedir permiso, la habitación era cálida

Había una estantería llena de libros, fotografías de una persona en un establo con un caballo negro, fotos de flores y pinturas antiguas.
Sobre una mesa de té descansaba un cráneo con velas encendidas en los ojos, sostenido por ángeles que lloraban lágrimas rojas mientras cargaban su peso. Las tazas de té estaban cuidadosamente colocadas. Isela observó la mesa, sin entender: ¿qué es esto?

Al caminar, uno de los ángeles que sostenía una taza parecía mirarla con los ojos. Isela sintió un escalofrío y se giró, pero no había nada.

La cama era enorme, cubierta por un mosquitero bordado con diseño de círculos. Las paredes de la habitación eran color bordó, y el piso marrón oscuro. Frente a la cama había una mesa con un enorme espejo circular color oro.

Isela sintió un movimiento: alguien se levantaba de la cama y se reflejaba en el espejo.
—Una voz grave dijo:
—Me presento, soy El Marqués… o puedes llamarme Aureliano, el Custodio del Tiempo.

Isela dio un paso atrás, sorprendida.
Lo impactante era que no tenía cabeza, no tenía la mano izquierda ni el pie derecho.
Vestía un traje elegante: camisa blanca bordada con cruces delicadas y flores en las mangas, pantalones negros, zapatos negros y una campera larga negra.

—Tú… ¿tienes cabeza? —balbuceó Isela, atónita.

Aureliano le sonrió con dignidad.
—Yo morí de una forma muy rara y trágica —comenzó—. Cuando era joven vivía en Escocia. Mi madre, Ailsa, era joven y trabajadora. Mi padre, carpintero. Teníamos una granja.

—Cuando cumplí 18 años, mi sueño era competir con mi caballo negro, . Era hermoso y lo amaba tanto —suspiró.

Un día, mi padre me construyó un establo con la mejor madera. Estaba feliz, impaciente, lloraba de alegría agradeciendo a mi padre.

Una mañana, mientras practicaba, había una máquina para cortar el alimento de los animales y preparar el pasto. En un lado había una cuerda usada para construir el bebedero de los caballos, pero no la vi.

Mientras daba una vuelta con mi caballo, se resbaló. Caí directamente sobre la máquina. Sin piedad, me decapitó. Así perdí la cabeza, la mano y el pie. Esa es mi trágica historia.

Cuando llegué aquí, todo era nuevo. No había nada. Pero con el tiempo, convertí todo lo que existe para que el lugar sea cálido.

—Las fotografías no tienen rostro —dijo Aureliano, señalando las paredes—. Con tanto tiempo aquí, ya no recordamos los rostros de nuestros amados.




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