Esa misma tarde, el Consejo se reunió en el Templo del Cielo. Allí, en el corazón del Reino de Liria, las decisiones importantes eran tomadas por los Sabios de cada elemento. Las paredes estaban hechas de cristal de nube y raíces vivas, y la atmósfera vibraba con tensión contenida.
Cael se presentó ante ellos con la frente en alto.
—No fue intromisión. Estaba cumpliendo mi patrullaje como Guardián del Aire —dijo—. Vi cómo ella caía, y el Velo me permitió entrar.
—El Velo no permite. Elige —corrigió una anciana hada de Tierra—. Y tú fuiste arrastrado.
Cael mantuvo el rostro sereno, pero por dentro algo se revolvía. No estaba acostumbrado a no entender su magia. Ni su propia reacción.
—La muchacha aún no tiene elemento —dijo un Sabio del Agua—. ¿Y si no pertenece a ninguno?
—Eso no ha ocurrido en siglos —dijo otro—. Todos pertenecen. Todos deben pertenecer. El equilibrio depende de eso.
Cael pensó en los ojos verdes de Lysiane. En la forma en que sus alas se fusionaban con el viento y el agua. En la sensación de… conexión.
—¿Y si el equilibrio… no necesita obediencia ciega, sino evolución?
Silencio. La frase flotó como un susurro peligroso.
Mientras tanto, Lysiane, aún débil, paseaba por los jardines internos del Santuario, acompañada por una joven aprendiz de Sanación. Las hadas que la miraban no ocultaban su curiosidad… ni su miedo.
—¿Por qué todos me observan como si fuera a romperse el cielo? —preguntó en voz baja.
La aprendiz titubeó.
—Porque no elegiste un elemento. Y eso… eso altera lo establecido.
—¿Y si yo no quiero elegir? —susurró Lysiane, mirando el estanque a sus pies.
El agua reflejaba su rostro… y por un segundo, una ráfaga de viento lo distorsionó. Ella alzó la vista, y allí, al otro lado del jardín, estaba Cael.
No se dijeron nada. Pero bastó con mirarse para que ambos supieran que algo importante —y peligroso— ya había comenzado.