El día siguiente amaneció con un silencio inusual. Ni los cantos de los silfos ni el zumbido mágico del bosque. Como si el Reino de Liria contuviera el aliento.
Lysiane despertó en su pequeña habitación dentro del santuario de iniciación. La noche anterior, tras el encuentro con Thyra, Cael la escoltó de regreso sin decir una palabra. Solo le rozó la mano antes de irse. Fue un roce breve, pero lleno de promesas.
Mientras se vestía, notó algo extraño: su colgante, la gota que perteneció a su madre, brillaba. Un fulgor tenue, como si respondiera a algo… o a alguien.
Bajó corriendo por los pasillos y salió al jardín interior. Cael la esperaba en la entrada, su capa ondeando a pesar de la quietud.
—¿Pasa algo? —preguntó ella.
Él asintió con seriedad.
—El Consejo ha convocado a una audiencia. No solo por ti… también por mí.
—¿Nos van a castigar?
—Nos quieren separar.
Lysiane sintió un frío que no venía del viento. Algo dentro de ella reaccionó, una corriente que empezó a agitar sus alas. No podía verlo aún, pero una pequeña tormenta se formaba en su interior.
Antes de poder decir algo más, el suelo tembló levemente.
—¿Sentiste eso? —preguntó Cael.
—Sí… pero no fue magia normal. Fue como si el suelo… respondiera.
Entonces Lysiane cayó de rodillas, llevándose las manos al pecho. Su colgante se calentó. Imágenes cruzaron su mente como relámpagos: una mujer de cabello plateado, un círculo de piedras antiguas, una voz que decía “Ella será la unión de lo que jamás debía tocarse”.
Cuando volvió en sí, Cael la sostenía en sus brazos.
—¿Qué viste?
—No lo sé… pero no era un recuerdo mío. Era algo más antiguo. Algo enterrado.