Con los cuatro fragmentos reunidos —Fuego, Agua, Aire y Tierra— Lysiane y Cael creyeron que el viaje alcanzaba su clímax. Regresaron al centro de Liria, al templo antiguo donde la Gran Arboleda nacía. Allí, se suponía que Lysiane debía completar su vínculo elemental.
Pero al colocar los fragmentos en el altar… nada ocurrió.
—¿No debería pasar algo? —preguntó Cael, inquieto.
—Sí… esto era el final —respondió ella, confundida.
La sala vibró con una energía distinta. No elemental. Oscura. Un vacío se abrió en el altar, y una figura emergió: no era un Guardián, sino una Sombra.
—¿De verdad creyeron que podían unir lo que los dioses separaron? —dijo con una voz que no parecía pertenecer a un ser vivo.
La figura era alta, hecha de humo sólido, con ojos vacíos y un manto de oscuridad que absorbía toda luz.
—Mi nombre es Umbrael. Y vengo a reclamar el lugar que me fue negado.
Cael se interpuso entre él y Lysiane, pero Umbrael apenas lo miró.
—Ella me pertenece. Su poder no es de un elemento, sino del vacío entre ellos. Es el poder olvidado: el Amor Primordial. Y es mío.
Lysiane sintió que algo en su pecho ardía, no con calor, sino con verdad. Todo su ser vibraba con lo que era. No Aire. No Agua. No Tierra ni Fuego. Algo más profundo. Algo capaz de unificar.
—No te pertenezco —dijo, con una firmeza que no conocía en sí misma.
Las paredes del templo temblaron. Umbrael retrocedió un paso.
—Entonces, prepárate para enfrentarme.
La oscuridad se cerró sobre el templo, y Lysiane supo que la verdadera prueba estaba por comenzar.
Pero no estaba sola.
Cael la tomó de la mano, y esta vez, su unión no fue una amenaza para el equilibrio.
Fue la única esperanza de restaurarlo.