Las lunas habían pasado desde que Lysiane cerró el antiguo Velo y trajo al mundo un nuevo equilibrio. El Reino de Liria, ahora renacido, comenzaba a sentir los efectos de ese cambio profundo.
Las aldeas de hadas que antes se separaban por elementos empezaban a mezclarse. Por primera vez, un hada de fuego y una de agua fueron elegidas como aprendices del mismo mentor. Algunos ancianos protestaron, aferrándose a las antiguas normas, pero los jóvenes eran como las estaciones: imparables.
Lysiane, ahora conocida como la Hija del Velo, recorría el bosque en silencio junto a Cael. Él la observaba con admiración serena.
—¿Te das cuenta? —le dijo él mientras se detenían frente a un lago donde florecían nenúfares en pleno invierno—. Donde tú caminas, el mundo florece diferente.
—No soy yo —respondió ella tocando la superficie del agua—. Es lo que todos llevamos dentro… solo hacía falta que alguien lo recordara.
El bosque comenzó a susurrar algo nuevo. Las voces antiguas, las de las hadas que fueron desterradas por sentir más de un elemento, comenzaban a regresar. Espíritus translúcidos, pacíficos, caminaban entre la niebla de los árboles. No eran fantasmas, sino memorias vivas que ahora podían descansar.
Pero no todos celebraban el cambio.
Desde el norte, donde los glaciares protegían secretos viejos como el mundo, una sombra se alzaba. No era Umbrael, sino algo aún más profundo: El Silencio, una antigua fuerza que odiaba la mezcla, lo caótico, lo humano en el corazón de la magia.
Y esa fuerza… se estaba despertando.