Elian despertó con la certeza de que algo había cambiado. No en el mundo, sino en él.
La noche anterior había soñado con un número. Un número que empezaba con uno... pero que no terminaba jamás. Era tan largo que su mente solo podía recordar la sensación de haberlo visto, como si hubiera contemplado un océano infinito y solo pudiera describir una gota.
Ese día, Elian caminó por su pueblo como si los edificios respiraran. El reloj de la torre marcaba las 12:12, una hora perfectamente simétrica. Las campanas no sonaron. Nadie
lo notó, excepto él.
Fue entonces cuando vio a la anciana del puente.
Nadie sabía su nombre, y algunos decían que había vivido allí desde antes de que se construyera el pueblo. Otros, que era solo un mito que aparecía a los que estaban cerca de entender algo demasiado grande. Ella tejía con hilos de plata y sombra, y cuando
Elian pasó frente a ella, levantó la vista por primera vez en años.
La anciana sonrió. No fue una sonrisa alegre. Fue una que sabía demasiado.
Luego, como si fuera parte del viento, la anciana se desvaneció. Solo quedó su telar, y en él, una hebra de hilo que parecía no terminar.
Elian la guardó en su cuaderno, entre las primeras dos páginas de su historia. Sabía que era importante.
Sabía que era parte del número.
Y que aún faltaban 98 partes más para entender el todo.
Editado: 31.10.2025