Wolf Hunter

XV

Dejo caer mi frente sobre la suave superficie almohadillada del oscuro asiento. Mis manos sudorosas se pasean entre los brillantes mechones de mi cabello. Controlo mi respiración y me repito a mi misma por qué estoy aquí, dentro de un vehículo blindado de alta gama. Cada kilómetro que recorre resta tiempo a mi odiada llegada a Zuler, la prisión más importante de todo el territorio lobuno. Sí, en cada manada se alza una pequeña edificación que cuenta con un par de celdas; pero nada se puede comparar con lo que Zuler representa: una llamarada perdida del infierno.

  Todos lo cazadores conocían los viejos rumores que volaban entre ellos desde que uno de sus prisioneros torturado habló de la cárcel. No obstante, se quedó en eso: rumores y habladurías de un moribundo treinta años atrás. Pero ahora que sé que estos son ciertos, recuerdo los diversos cuentos para dormir en los que la prisión es la protagonista; los escalofríos que nos recorrían al oír su nombre; el terror helado que sentíamos al saber que aquella podía ser la última cacería...

  Los alegres y vivos colores de las flores parecen huir del lugar. Los verdes y frondosos árboles dan paso a una vegetación sombría y carente de vida. Lyon es la tercera manada en el rango de poder. Su territorio está completamente destruido. El ataque de los cazadores fue devastador para esta sección de los lobos. Quemaron cada árbol, casa y lugar hasta que todo quedó reducido a cenizas. Nunca nadie intentó reconstruir lo que un día fue uno de los más hermosos bosques del planeta, pero la vegetación comenzó a crecer y la población a aumentar poco a poco. Es por esto que el paisaje concuerda con el dolor de aquellos que murieron en estas tierras; siendo oscura y desoladora.

  El coche se detiene y Collins baja del vehículo. Tomo una última respiración y abro la puerta. Lo primero que logró divisar es un alto muro de hormigón. Su altura es demás de diez metros y un vallado de espinas negras hace juego con el tono del cielo. Entonces, comenzamos a andar hasta una gran puerta metálica custodiada por tres hombres fuertemente armados. Por los alrededores, lobos de mirada astuta y feroz custodian la zona. Los latidos de mi corazón aumentan su frecuencia cuando los guardias nos dan el visto bueno y abren el portón.

  <<Santa mierda>>.

  Mi mandíbula se abre irremediablemente y me aferro con fuerza al brazo de Collins, quien intenta sonreír. El interior es desolador. A través de las rejas del pasillo logro ver a un par de guardias arrastrando el cuerpo inerte de un hombre. Se sitúan en un lateral del campo y lo arrojan a un gran hoyo.

 —Ya está lleno. Debemos quemar los cadáveres cuanto antes —dice uno de ellos.

  —Sí —arruga la nariz y hace una mueca—. Estos cabrones apestan, alguno está podrido.

  Ambos ríen y vuelven al edificio central. Trago saliva ante tal incómodo momento. A mi izquierda, en el patio, un grupo de reclusos vestidos con ropa sucia y rota, forman un círculo y se pelean por un trozo de carne cruda que hay en el suelo. Llevo una de mis manos hasta mi boca para controlar las involuntarias arcadas que me produce la situación. Collins acelera el paso hasta entrar por fin en el edificio principal, donde largos pasillos de celdas asoman brazos y los gritos quebrantan el silencio.

  —Señorita Bronce —saluda un hombre vestido de manera elegante—.  Señor Collins. Acompáñenme, por favor.

  Vagamos por la lúgubre instalación hasta llegar a un pasillo nuevo y más terrorífico. Las celdas ya no solo están selladas por barrotes, sino por puertas de plata indestructibles. 
Los gritos que rogaban por libertad han sido reemplazados por alaridos de dolor y agonía que suplican por la muerte. Un escalofrío recorre mi espalda al oír el característico sonido de cadenas arrastrándose y chocando. No sé cuánto tiempo ha pasado desde que he llegado aquí, pero mis piernas tiemblan y lo único que quiero hacer es correr y esconderme entre las sábanas de mi cama.

  —Está dentro. Recordad que no os puede ver, el espejo poralizado y los micrófonos ayudarán a no revelar vuestra identidad. Es de suma importancia no mencionar vuestros nombres o sexo —me mira—.  No puede saber que eres tú.

  Asiento poco convencida y entramos en una sala oscura. En la pared frontal vemos el famoso espejo que nos muestra una distorsionada sala de interrogatorios.

 —Sé que hay alguien —dice el mismo hombre que planeó mi asesinato.

 —Hola, Freud. ¿Cómo estás? —pregunta el hombre de traje.

  Freud. Ese es el nombre de la horrible persona que ahora está encadenado en la pared. Los golpes y heridas recorren su torso desnudo. Mentiría si dijera que esta visión me disgusta. Él me hizo daño y ahora recibirá su merecido.




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