Wolf Hunter

XXIII

—El nuevo juguete de Hunter.

  Y me quedo atónita ante sus palabras. ¿Cómo sabe que estoy relacionada con él? ¿Su nuevo juguete?  Las preguntas burbujean hasta la superficie con confusión. Un cuchillo oxidado se hunde en mis dudas y abre una brecha dolorosa. No quiero creer que él ha estado jugando conmigo, pero sus palabras no dejan lugar a dudas. ¿Debo confiar en él?

  —¿Qué sabes? —pregunto sin rodeos.

  Aaron esboza una sonrisa ladeada y hace un ademán para que lo siga cuando comienza a caminar. Sus pasos son constantes y acelerados. Las huellas de sus botas se marcan sobre la blanca superficie de la nieve. Miro hacia atrás y observo el mismo paisaje: marcas en la nieve y árboles blancos. No, enfrente hay un hombre que apenas conozco y asegura saber mucho más que yo. Detrás, está el camino de vuelta; el regreso a casa. Niego confundida y obligo a que mis inmóviles piernas cedan ante las órdenes de movimiento que envía mi cerebro. Ando más rápido, hasta casi correr, para alcanzar a Aaron, quien se encuentra a varios metros por delante de mí. Una risa profunda pero suave llena el espacio desde su nacimiento en el pecho del extraño hombre.

  ¿Esconderá el gris metálico de sus ojos un engaño? ¿Será que su sonrisa oculta alguna maldad?

  No sé en qué momento decidí confiar en él y seguirlo hasta su casa, porque es aquí en donde estamos ahora, en una preciosa casa pequeña de madera y piedra. No cuenta con un porche convencional. No existe una mecedora rodeada de vidrieras de colores vivos que enfrentan a una pulcra valla blanca. No, tan solo es un hogar sencillo en el que es posible que haya goteras y que por la noches haga tanto frío que te obligue a dormir junto a las divertidas llamas de la chimenea.

  Entramos por una puerta de madera vieja y chirriante. Se escuchan varios ladridos y, sobresaltada, me aferro con fuerza al bíceps de Aaron. Él me sonríe cálidamente.

 —Bienvenida a mi humilde hogar —dice con los brazos abiertos y algo avergonzado—. No es el Palacio, pero...

  —Es perfecto —murmuro asombrada.

  Pares de fotos se amontonan sobre la repisa de la chimenea, que como predije, está encendida. El olor a leña y galletas recién hechas inunda la casa y llega con armonía hasta mí. Un pequeño salón acuna un sofá con mantas revueltas y una solitaria mesa baja de madera oscura en la que algunos envoltorios de aperitivos siguen ahí. Me acerco hasta las fotografías y acaricio con las yemas de mis manos los sonrientes rostros de la feliz familia.

  Esto es un hogar. La nieve, el fuego y el olor a cariño y devoción. He encontrado una nueva Alaska.

 —Comparando con los lujos del palacio no es nada.

  Lo miro extrañada por su actitud. Una hora atrás era un hombre totalmente seguro de sí mismo. Tanto que pensó que podría animar a una solitaria chica ahogada en sus propias lágrimas. Sin embargo, ahora, un leve rubor cubre sus mejillas y se rasca nervioso la nuca. Sus ojos viajan de un lugar a otro evitándome hasta posarse en la pequeña mesa.

  —Oh, mierda —susurra cogiendo la basura y tirándola a un pequeño cubo al lado del sofá—. Lo siento, no pensé que tendría visita.

  Niego divertida y me alejo de la repisa hasta encararlo.

 —No se de que lujos hablas. Hasta hace poco más de nueve días no sabía que Hunter era de la realeza.

  Aaron abre sus ojos sorprendido para después estallar en carcajadas fuertes y limpias. No sé por qué, pero al cabo de unos segundos, yo también río con histeria.

  —No puede ser que no lo supieras.

  Limpia con el dorso de su mano izquierda todo rastro de lágrimas y me mira aguantando de nuevo la risa. Cuando logro tranquilizarme, me encojo de hombros y lo acompaño hasta que quedamos sentados entre el gran remolino de las suaves mantas de lana. Entonces, le explico todo. Narro mi llegada al territorio, mi primer encuentro con Hunter, la Corte, Seth... Para cuando he acabado, él me mira con la expresión totalmente en blanco.

  —Después te conocí y me dijiste que era su nuevo juguete.

  Suspiro y cierro los ojos en un intento de detener las lágrimas frustradas que luchan por escapar de mis acuosos ojos. Más tarde, cuando vuelvo a mirarlo, lo encuentro enfadado y perdido en algún recuerdo del pasado. Su ceño fruncido, la mandíbula tensa y los labios en una rígida linea; un recuerdo doloroso. Sacude su cabeza aturdido y me examina con sus grandes ojos del color de la plata.

 —Él no es bueno, Ares. Me lo arrebató todo y no le importó —hace una pausa—. Tiene dinero, fama, físico y sabe cómo engatusar a cualquier mujer e incluso hombre. Engaña y defrauda. Miente y corrompe. Arrasa y destruye todo lo que toca.




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