Wolf Hunter

XXV

—Por fin solos, dulzura.

  Busco entre la escasa y tenue luz de la sala a Freud, pero tan solo encuentro miles de espejismos que se burlan descaradamente de mí. Una fría brisa de aire asciende por la piel expuesta de mi nuca, consiguiendo que largos escalofríos recorran mi espalda de arriba a abajo. Me aparto bruscamente y camino a través de los infinitos pasillos de la carpa. 

  ¿Cómo he podido caer en su embrujo tan fácilmente? ¿Cómo ha escapado de Zuler?

  Mis pasos suenan con fuerza al chocar contra el brillante suelo de baldosas negras. La risa de Freud sigue llegando directamente hasta mis tímpanos a medida que avanzo. Sudor frío baja por mis sienes. Mi entrecortada respiración se acelera en el momento en el que el instinto se hace cargo de mi cuerpo. Mis sentidos se agudizan y lucho por salir con vida del terrorífico escenario que Freud ha conseguido orquestar.

 Después, visualizo una pequeña, pero brillante luz al final del estrecho pasillo que recorro. Mis piernas se mueven ágiles y veloces. Una sonrisa de felicidad se esboza en mis finos labios al ver la salida. Una salida que se aleja cada vez más de mí. 

 <<¿Qué ocurre?>>.

  Aumento la velocidad de mi dolorosa carrera hasta llegar al final tan esperado. Extiendo los brazos y me preparo para la gran cantidad de luz que golpeará mis iris. Sin embargo, solo logro chocar contra una superficie sólida y helada. 

  Un espejo.

  Cambio la dirección de mis pasos en sentido contrario; vuelvo a ver la pequeña salida de luz; vuelvo a chocar contra un espejo. Nuevamente, dirijo mis piernas en un nuevo rumbo e ignoro las incipientes carcajadas viles que brotan desde la garganta de Freud en algún lugar del improvisado circo. 

  Fallo una y otra vez en mi búsqueda. Lágrimas frustradas caen sobre la ruborizada piel de mis mejillas y caigo de rodillas sobre el duro suelo. 

  ¿Por qué me alejaría de los demás? ¿Cómo pude ser tan estúpida?

De repente, una gran fuerza me empuja hacia atrás, logrando que me desplace varios metros y caiga dolorosamente sobre mis muñecas. Con un gemido de dolor, comienzo a elevarme, pero nuevamente soy sorprendida cuando alguien tira con brutalidad de mi oscura melena. Lanzo un alarido cuando su agarre se intensifica hasta levantarme en el aire. Punzadas de dolor se clavan como alfileres en mi cuero cabelludo. Lucho hasta que noto mi cuerpo desfallecer. Mis brazos, que antes golpeaban y arañaban, caen inmóviles a cada lado de mis caderas. Las incesantes maldiciones y quejidos que huían por mis labios mueren en mi garganta cuando un sórdido dolor atraviesa mi clavícula derecha. La sangre brota de la nueva herida y gotea, cálida y amarga, sobre mi pecho. 

 —No puedes huir de mí, dulzura. Esta noche morirás como tendrías que haberlo hecho la última vez—susurra él en mi oído antes de empujarme y arrastrarme sin ningún cuidado por todos aquellos pasillos que hacía varios minutos yo misma había cruzado. 

  El dolor de la herida aumenta cuando coge mi mano entre las suyas para guiarme. Sin nada más que poder hacer, observo mi propio sendero de agua carmesí cayendo fluidamente sobre la fría superficie del suelo. 

  Cientos de preguntas se agolpan a las puertas de mi enfermiza mente que dibuja los mil escenarios de mi muerte. Un sollozo quebrado escapa de mi garganta cuando el brillo metálico de un par de esposas asoma por uno de los bolsillos de su pantalón.

  Me remuevo sin esperanzas cuando sus pasos se detienen frente una gran cruz de hierro. Entonces, sus grandes manos viajan directamente a mis hombros, donde hacen presión. Poco a poco, conforme transcurren los segundos, recupero movilidad en mis articulaciones y vuelvo a golpear su cuerpo. 

  <<No podrá conmigo. Soy Ares Bronce ahora, pero siempre he sido la más letal de los cazadores>>. 

  Con este pensamiento logro zafarme de su cruel agarre e impactar mis puños contra su esculpido cuerpo. Mi repentino ataque lo sorprende y retrocede varios pasos. Palmo con ansiedad mi muslo izquierdo, donde escondo una gran daga de plata de ley.

  —Tal vez sea tu sangre la que corra esta noche —digo amenazante.

  Mi cuerpo rígido adopta la nunca olvidada posición de ataque.

  "Adelanta el pie izquierdo. Ahora inclina suavemente tu cuerpo hacia delante. Cuadra tus hombros y eleva el mentón. Y por último, dirige la más cruel y vil de las miradas a tu oponente"

  Las palabras de Ankar resuenan en un vago recuerdo sobre  mi cabeza.

  De repente, detecto un movimiento veloz a mi izquierda. Salto hacia atrás y lanzó con determinación una de las decenas de agujas de la pulsera que cuelga en mi muñeca.




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