Wolf Hunter

XXVI

Si la vida es la unión del alma al cuerpo, ¿estoy viva aún cuando he perdido mi alma entre las sombras del dolor?

  Si la muerte es la separación del cuerpo y el alma, ¿he muerto ahora que no siento nada más que vestigios de paz?

  Si no tengo alma; si no tengo vida; si no tengo nada más que recuerdos atormentados y lágrimas asfixiadas... ¿merece la pena vivir?

  Dos hombres ataviados con trajes blancos me tumban en una camilla que es empujada por la infinidad de pasillos de espejos. Los reflejos ríen alto al verme pasar, los murmullos aumentan y las sirenas cesan.

  Hunter me odia; Hunter siente asco hacia mí, Hunter me teme; Hunter se escapa de mis brazos con mi dolido corazón en sus manos.

  Él no corre junto a la camilla mientras entrelaza nuestros dedos. ¿Pero cómo hacerlo si están ensangrentados? ¿Cómo mirarme de nuevo aún sabiendo de lo que soy capaz de hacer?

  Expulso un quejido cuando, repentinamente, un destello de brillante luz blanca me ciega al salir de la monstruosa carpa. Más cuerpos se amontonan a mi alrededor cuando los destellos se vuelven más frecuentes.

 —¿Cómo se encuentra la futura Alfa de la manada? —cuestiona la voz de una mujer.

  —¿Son ciertos los rumores que afirman que existe una conspiración contra el príncipe? —pregunta un hombre.

  Más cámaras y preguntas llegan e intentan obtener el mejor plano de mi cuerpo ensangrentado y mi mirada perdida. Ya puedo imaginar los titulares de mañana.

  "Ares, La Pesadilla de Fuego, vuelve a matar".

  "¿Es seguro para nuestros hijos que tal amenaza siga con nosotros?"

  Una nueva presión sobre la herida de mi hombro sacude mis pensamientos y me devuelve a la realidad. Los para-médicos han subido la camilla al interior de una espaciosa ambulancia y, ahora, intentan detener el descendente río de sangre que sale a borbotones por el gran corte. ¿Qué ha sido exactamente loo que Freud me ha hecho?

  —Ares, soy Bill. Necesito que describas cómo de intenso es el dolor y si tienes algún que otro malestar.

  Un hombre mayor de aspecto amable y sonrisa cálida presiona con gentileza una suave gasa en la herida.

 —La c-cadera —tartamudeo cuando comienzo a temblar—. Frío.

  Mis dientes chocan entre sí cuando mi temblor aumenta.

  —Mierda, ¡está convulsionando! —exclama Bill asustado.

  —¿Qué es lo que le ha dado el cabrón? —pregunta el otro hombre a la vez que sujeta mis hombros.

  Todo mi cuerpo arde y duele como si mil cristales incendiados atravesasen mi piel. Aunque mis hombros están inmovilizados, mis otras extremidades convulsionan en extraños movimientos involuntarios. A mi derecha, una pequeña máquina blanca comienza a emitir un molesto sonido que aumenta conforme pasan los segundos.

  De repente, una sustancia como la espuma cae por las comisuras de mis labios y me impide respirar con normalidad. Alarmados, Bill y el otro para-médico me tumban de lado y apresuran al conductor de la ambulancia.

 —Ya casi estamos, dadme tres minutos. ¿Creéis que va a aguantar?

  La voz del conductor suena amortiguada por el cristal cuando pregunta con voz preocupada.

  —Tiene que hacerlo. El muy cabrón la ha envenenado.

  El tiempo pasa y mi temblor no cesa. Tampoco lo hacen el dolor y la vergüenza. Freud sabía que moriría, pero se aseguró de que yo también lo hiciera.

  De un momento a otro, el vehículo se detiene y nuevas personas corren en mi ayuda. Observo con detenimiento los paneles blancos que forman el techo del largo pasillo que recorremos. Una hilera de pequeñas luces brillantes desfila ante mis cansados párpados. Poco a poco, el movimiento se vuelve más lento y los latidos de mi corazón menos enérgicos. Sé que debo luchar, porque eso soy: una guerrera; una cazadora; alguien que nunca se rinde. Pero ahora que me siento desfallecer, no hay nada más que pueda hacer que intentar mantener mis ojos abiertos y mis oídos atentos a lo que los médicos y enfermeros dicen a mi alrededor.

  —1,2..¡3! —cuenta una joven mujer antes de clavar una larga aguja en mi pecho.

  El dolor me asfixia y ruego a Dios que todo acabe. La afilada aguja sigue clavada en mi piel mientras poco a poco, su contenido es vaciado en mis venas. Siento el extraño líquido correr y circular por mi cuerpo haciendo que todo aquel sitio por el que pase, queme de manera fría y lenta.

  No soy consciente de que estoy semilevantada hasta que me dejo caer en las suaves sábanas de la nueva camilla.

  —Ya ha pasado, princesa. Vas a estar bien.
 

  Despierto cansada tras un reparador y tranquilo sueño sin pesadillas o miedo. Abro mis ojos y contemplo el mundo de otra manera más vivaz. Vuelvo a estar en a misma habitación de hospital en la que estuve la primera vez que llegué al territorio lobuno. Un ramo de margaritas y amapolas descansa en una pequeña mesa a mis pies. Luz pura entra por la ventana y baña con su ternura la estancia. En un sofá al fondo, Rafael y Martha duermen abrazados. A mi izquierda, en un sillón mucho más pequeño, descansa el pequeño cuerpo de Kate, quien supongo que se ha negado a dejar la habitación. Sin embargo, no son estos detalles los que me sorprenden, sino que desde la puerta, unos brillantes y apenados ojos esmeralda me observan con cauteloso temor.




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