Wolf Hunter

Inefable- Ethan Collins

Especial de Collins. Agarren sus pañuelos.

El treinta de noviembre siempre fue un día complicado. Durante años he escuchado quejas y leyendas de los martes trece, de los viernes trece. Pero están equivocados. No hay día más maldito que aquel en el que se cumplen años de su muerte, de su desaparición, de su última mirada. Es el treinta de este mes tan frío el aniversario de mi muerte, de mi desaparición, de mi última mirada.

Dolor, viejo amigo. Melancolía, compañera de viaje. Agonía, ¡cuándo te cansarás de arroparme por las noches! Y es que estoy cansado de luchar. Soy un hombre agotado y rendido. Un alma errante que vaga entre las calles y busca amor en donde jamás lo encuentra. Soy aquel que con la misma piedra siempre tropieza. Aquel que oye, pero no escucha.

¿Tristeza, cuándo te irás? ¿Cuándo abandonarás este corazón triste, vacío y oscuro como la noche?

Nunca. Jamás lo hará. No hay nada que me haga feliz como lo era de niño. No existe persona que me haga sonreír de verdad. Que me saque las preocupaciones a carcajadas y el dolor con esas lágrimas fugaces y traviesas que se atrevían a salir cuando reía.

- Volveré-susurro mientras cierro el sobre blanco.

Entierro el rostro entre mis manos y espero a que el temblor de mis hombros desaparezca. Entonces, abro el cajón y guardo esta nueva carta que nunca enviaré. La escondo entre las decenas de cartas que escribí para ella. Cartas en las que me desahogaba y rogaba por ayuda, en las que me volvía a enamorar de su fortaleza. Cartas en las que deseaba que todo hubiese sido diferente.

En estos tres años he aprendido a no culparme por la muerte de Amber. He comprendido que es mejor no lamentarme por lo que no hice y pude hacer. Porque el pasado es pasado, y yo debo vivir el presente. Debo vivir la vida. Debo aprender a vivirla.

Entonces, como cada día desde que llegué a este pequeño pueblo, levanto el rostro y la veo. Veo su pelo corto y sus ojeras. La camisa rota y los pantalones desgarrados. Contemplo los collares colgando de su cuello y sus gafas cayendo por el puente de su, quizás, demasiado grande nariz. Ella lee y estudia e incluso a veces se atreve a respirar entre los infinitos exámenes de la universidad. Amelia es una mujer perfectamente real. Con su acné, sus kilos de más y demasiado poco tiempo para maquillarse. Es alguien normal, preocupada por sus notas y demasiado estresada como para darse cuenta de que la miro. Demasiado ingenua como para saber que me gusta y que estoy loco y perdidamente enamorado de ella y sus defectos.

Ahora, saca un libro rojo de su desgastada mochila y me prometo a mí mismo colmarla de lujos y amor. Pero como siempre, no soy capaz de levantarme del escritorio y acercarme hasta su mesa. Tan solo me quedo ahí, observando su peculiar belleza sin hablar, sin decirle lo preciosa que creo que es.

- Algún día- digo de nuevo y me concentro en las facturas y los bocetos.

Los libros pesan en las estanterías y los maniquís posan orgullosos sus trajes de gala. El café caliente caliente choca contra sus labios y yo suspiro. A mi izquierda, el teléfono suena y desganado, escucho la voz de la señora Ramírez por el altavoz.

Motas de polvo vuelan cuando Aitana, una empleada, sacude un trapo sucio. Las agujas del reloj bailan al compás del silencio y yo siento que me muero cuando la veo suspirar entre los cientos de hojas de sus apuntes. La voz de la señora suena más fuerte por el teléfono, exclamando entusiasmada lo mucho que he conseguido. Me recuerda lo grande que soy, lo importante que me he vuelto. Pero yo no soy nada más que un hombre perdido en sus ojos claros y su piel de ébano. Soy alguien que llegó en busca de refugio a aquella ciudad loca, remota y tan confundida como mis sentimientos. Alguien a quien por una vez la suerte se acercó y decidió dar una oportunidad a aquel pequeño local que, con el tiempo, sería hogar de artistas, biblioteca para los solitarios y cafetería para los amantes del atardecer.

Un anciano tose y la línea se corta. Vuelve a suspirar y yo lo hago con ella. Mis ojos vagando por sus finas manos, los suyos nadando entre las letras. El tiempo pasa y las agujas del reloj siguen bailando. El silencio se rompe con otra llamada que esta vez no decido contestar. Los demás me miran y sonríen, las mujeres coquetean y los hombres parpadean confundidos. Poco a poco, la luna vuelve al cielo, en donde hace el amor con el sol. Entonces, las nubes lloran cuando me ven abrir de nuevo el cajón.

Sintiéndome valiente y fuerte, rescato con mis dedos una hoja en blanco perdida entre tanto cacharro y escribo en ella algo nuevo, más brillante y mejor. Esta vez no expreso mi dolor ni mis ansias de que me vea, de que me quiera. No, hoy narro mi futuro próximo. Le cuento de nuevo a Ares, como antaño hice, lo valiente que me siento. Y es que estoy decido.

La puerta se abre y yo salgo por ella. Las luces de navidad ya parpadean en algunas casas cuando corro por las calles y llego hasta el buzón. Sin embargo, mi coraza orgullosa se rompe cuando me doy cuenta de que no la puedo mandar. Tal vez ha sido la emoción o la espontaneidad de mi decisión lo que me ha hecho olvidarme del sobre. Entonces, empiezo a pensar que tal vez el destino no quiere que Ares sepa de mí. Quizás el reino este mejor sin mí.




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