Los niños se quedaron profundamente dormidos. Pero de pronto, un extraño ruido los despertó de golpe: parecía el sonido de la bocina de una trompeta. Todavía adormilados, los hermanos se incorporaron y agudizaron los oídos.
El sonido se volvió a repetir todavía más cerca. Los pequeños se dieron la mano y parpadearon varias veces para quitarse ese pesado sueño de encima y el cansancio demoledor que tenían a causa de haber caminado tanto por ese largo pasillo. Después agudizaron la vista, y lo que vieron les dejó completamente asombrados: un conejo blanco vestido con camisa amarilla, chaleco rojo y pajarita azul pasó corriendo delante de ellos. El Conejo llevaba en el cuello una cadena dorada de la que colgaba un hermoso reloj dorado, y en la mano derecha sostenía una pequeña trompeta que de vez en cuando hacía sonar.
—¡Llego tarde! ¡Llego tarde!—exclamaba apurado el Conejo.
Los niños se miraron durante unos segundos, incapaces de creer lo que estaban viendo. ¿Desde cuándo los conejos se vestían, tocaban la trompeta, entendían la hora...? Y, sobre todo, ¿desde cuándo los conejos hablaban?
Los hermanitos comprendieron que aquel conejo podría ser su única salvación, pues él debía saber qué lugar era ese y cómo se salía de allí. Así que no dudaron en seguirlo.
—¡Señor Conejo! ¡Espere, señor Conejo!—exclamaron los niños siguiendo al peculiar Conejo por el pasillo interminable de los cuadros.
—¡Llego tarde! ¡Llego tarde!—volvió a exclamar el Conejo.
—¿A dónde va tan deprisa, señor Conejo? ¿A dónde llega tarde?—preguntó el muchacho.
—¡No tengo tiempo para contestar vuestras estúpidas preguntas!—respondió el Conejo apresurando más el paso y sin volverse a mirar a los niños—. ¡Llego tarde! Y si ella se da cuenta de que no estoy allí a la hora prevista, ¡me matará! ¡Ordenará que me corten la cabeza!
El Conejo hizo sonar de nuevo su trompeta dorada desesperadamente y aceleró el ritmo de su loca carrera por el pasillo.
Ya casi sin aliento los hermanos lo seguían como podían, intentando mantener el mismo ritmo acelerado del Conejo, pero no conseguían acercarse aunque fuera un poquito a él ya que aquel animal parlanchín era demasiado rápido.
—¿Quién es «ella»? —inquirió la niña—. ¿Por qué iba a querer que le cortaran la cabeza?
El Conejo no respondió a su pregunta, simplemente miró unos instantes su reloj y luego gruñó alarmado:
—¡Me voy, me voy, me voy!
Y desapareció.
Los chiquillos volvieron a encontrarse solos en el pasillo.
—¡Ha desaparecido!—exclamó la pequeña, sorprendida—. ¿Pero, cómo... cómo ha podido desvanecerse así? ¿A dónde habrá ido?
—Al lugar dónde esté «ella». Sea quien sea—susurró el mayor de los hermanos—. Pero si el Conejo ha desaparecido así, sin más... Quiere decir que hay una salida... Pero no sabemos dónde está. ¡Y hemos desaprovechado la oportunidad de preguntarle cómo se sale de aquí!
El niño cerró los ojos y se llevó una mano a la frente, frustrado por haber dejado escapar la única oportunidad que habían tenido de averiguar cómo se salía de ese horrible lugar. Su hermana le dio un cariñoso apretón de manos y trató de buscarle sentido a ese misterio. Era todo tan extraño...
—Al igual que el Conejo se fue por algún lado, también debió entrar por algún sitio... ¡Al igual que nosotros hicimos!—exclamó la pequeña—. El Conejo se marchó misteriosamente, pero nosotros... ¡nosotros también llegamos aquí de manera misteriosa! No sabemos cómo aparecimos aquí.
El niño asintió.
—Y tal vez, solo tal vez, se pueda salir de aquí de forma misteriosa—concluyó la hermana menor.
—Pero, ¿cómo? Todo esto es muy extraño... Un pasillo interminable que lleva a ninguna parte, solo al mismo punto de salida... Un pasillo en el cual las paredes y el techo están repletos de cuadros sin imágenes a excepción de esas tres fotografías tan siniestras de la guerrera, el músico y la reina, en las cuales su nombre coincide... ¡Alicia! Por no decir que el letrero de los demás cuadros vacíos también coincide con el nombre de Alicia. ¿Y qué me dices de ese conejo tan raro? ¿Desde cuándo los conejos van vestidos, tocan la trompeta y hablan?—el muchacho se sentía impotente, pues nada de eso tenía sentido.
Los dos hermanos se abrazaron durante un instante que pareció una eternidad. Solo se tenían a ellos mismos, como siempre. Al menos, si se tenían que quedar allí para el resto de sus vidas, nadie les molestaría.
Tal vez pasaron años, quizá meses, puede que semanas o incluso horas. No fue hasta que escucharon una voz, cuando los niños se separaron de su abrazo y se esforzaron en buscar su procedencia.
Editado: 27.08.2018