Oscuridad.
Era lo único que había allí.
Los hermanos se encontraban sumidos en una fría y húmeda oscuridad; no podían ver absolutamente nada ni distinguir dónde estaban. Lo único que sabían con total certeza era que aquellos payasos los habían engañado, pues dentro de aquella carpa no había ningún circo. Y era normal, dado que esa carpa era demasiado pequeña como para que cupiera un verdadero circo allí dentro. A parte de los niños, ahí cabrían dos o tres personas más, como mucho. Y ese también era otro problema: los niños estaban comenzando a sentirse mareados y asfixiados a causa de la creciente falta de oxígeno y el limitado espacio.
Los pequeños, asustados, gritaron e imploraron a los payasos que les dejaran salir, e intentaron tantear en la oscuridad y abrir, sin éxito, la entrada de la carpa. Pero todos sus intentos fueron inútiles. Al final, los niños se dieron la mano para no separarse ni perderse de vista, pues aunque el espacio allí era muy reducido, la oscuridad era completa.
Estaban comenzando a lamentarse cuando de pronto comenzaron a escuchar voces y música. Desde luego, esas voces al igual que la melodía venían de lejos. Los hermanos empezaron a sentir curiosidad y deseos de saber de dónde procedía aquella música y aquellas voces, y de quiénes eran. ¿Acaso no estaban solos allí? ¿Había alguien más con ellos? Entonces vieron una luz tenue y decidieron acercarse a ella. Caminaron y caminaron, esperando chocarse en algún momento con el final de la carpa. Sin embargo, eso no ocurrió: los niños seguían avanzando sin problemas, hasta que la luz se hizo completamente intensa y pudieron ver perfectamente dónde se hallaban.
Y lo que vieron los dejó totalmente asombrados.
Estaban situados nada más ni nada menos que encima de las muchas hileras larguísimas e interminables de asientos, que descendían levemente hasta una enorme y circular pista de circo. ¡Era gigantesco! ¿Cómo podía caber todo aquello en esa diminuta carpa? ¡Era imposible! Pero eso no era todo: en el centro de la pista pudieron ver varias siluetas que danzaban, se movían rápidamente, correteaban y saltaban sin ton ni son, al ritmo de una alegre melodía y un bello canto.
Los niños se dispusieron a bajar por la escalerita que se situaba en el centro de la zona de butacas, pero una voz a sus espaldas los detuvo:
—¿Habéis comprado las entradas?
Los hermanos se giraron y vieron un pequeño puesto de chucherías, palomitas, batidos, refrescos y globos. En el mostrador de esa tiendecilla había un hombre mayor muy bajito, flacucho y con el cabello alborotado y grisáceo cuyos mechones escapaban de manera rebelde de una gran chistera que portaba en la cabeza, casi más grande que él mismo.
—Las entradas se compran aquí—les informó el hombrecillo con voz áspera.
—No... no hemos comprado ninguna entrada—respondieron los niños acercándose al mostrador. Pronto les llegó a la nariz el delicioso aroma de palomitas recién hechas y chocolate caliente.
—Y tampoco tenemos dinero—añadió el niño.
—Pues entonces aquí no podéis estar. Sin dinero no hay entrada, y sin entrada no hay espectáculo—sentenció el hombrecillo secamente, volviendo a sus quehaceres e ignorando a los chiquillos.
—¡Pero nosotros no teníamos intención de venir! No sabíamos de la existencia de este circo ni que había que comprar entradas, ¡nos han invitado!—protestó la niña.
—Oh, así que venís por recomendación oficial...—dijo el tendero cuidadosamente, de nuevo interesado en sus jóvenes clientes—. Bueno, ¿y quién os ha «invitado» y por qué?—preguntó finalmente.
—Nos invitaron aquellos dos payasos gemelos de la entrada... ¿Cómo se llamaban? Tweedledee y Tweedledum... o algo así—recordó la chiquilla—. Nosotros teníamos prisa porque la Reina nos invitó a una fiesta en su Castillo, así que solo nos acercamos a ellos para preguntarles en qué dirección estaba... Pero esos payasitos tan graciosos nos dijeron que conocían a la Reina y que solo nos indicarían el camino hacia su Castillo si accedíamos a entrar en la carpa a disfrutar del espectáculo—la niña hizo una breve pausa para tomar aire, y preguntó—: Últimamente no están recibiendo muchos clientes, ¿verdad?
—No muchos, cierto... El Circo Deambulante no está pasando por sus mejores momentos, así que cada cliente que recibimos es como una joya para nosotros...—contestó el hombre, y luego añadió mirando a los niños—: Así que la Reina quiere veros... Debéis ser alguien muy importante para que esa mujer decida recibiros en su Castillo. Sobre todo, teniendo en cuenta que no recibe visitas desde... aquello.
Editado: 27.08.2018