Tras haber escuchado las explicaciones y los sabios consejos que les había proporcionado el Gato de Cheshire, los hermanos se encontraban sobrevolando el País de las Maravillas a una velocidad vertiginosa que haría encoger el estómago a cualquiera.
En las últimas horas —puede que minutos o tal vez días— los niños habían averiguado varios detalles, y todos ellos escalofriantes, sobre el País de las Maravillas. No les había dejado indiferentes la verdadera historia de la Tercera Alicia, que gracias a sus falsos encantos había llegado a convertirse en la Reina del País de las Maravillas y que con el tiempo había enloquecido y perdido todo rastro de cordura, llegando a realizar actos terribles y ganándose así un horrible castigo impartido por el mismísimo Wonderland. Además, los niños habían podido ver con sus propios ojos el verdadero País de las Maravillas: un lugar frío y siniestro, tétrico y oscuro, más propio de una pesadilla que de un sueño. Y lo peor era que por momentos se desmoronaba más... Por eso debían hacer algo, pues eran ellos los únicos que podían salvar el País de las Maravillas de la catástrofe y el declive más absoluto. Al fin y al cabo, debían desempeñar su rol de Cuarta Alicia; y tal y como Wonderland les había indicado, ambos debían continuar creando cosas bellas y maravillosas.
Sin embargo, esa tarea era muy difícil, sobre todo si se tenía en cuenta que la Tercera Alicia estaba empeñada en asesinarlos. Lo único que los niños deseaban era no defraudar a nadie, pero, ¿era eso posible? Les habían dado su palabra de honor a Wonderland, a los Guardianes de la Puerta, a las Flores del Jardín, al Oráculo y al Gato de Cheshire de que cumplirían correctamente con su deber y que liberarían al País de las Maravillas del caos. Ellos se convertirían en la Alicia Definitiva, la que tanto buscaba y necesitaba el Sueño y el resto de habitantes del País. Solo esperaban poder mantener y cumplir esa gran promesa.
El gélido viento les azotaba la cara y les traía una enorme variedad de aromas, tanto deliciosos como asquerosos: la dulce fragancia que desprendían las flores de un valle, el exquisito aroma del chocolate que transportaba un río, el asqueroso hedor de la carne en proceso de descomposición, el nauseabundo olor a basura y estiércol, el olor a quemado...
Los hermanos notaron que poco a poco iban descendiendo hacia el suelo y que así su largo viaje por las alturas iba finalizando. Lo cierto era que a ambos les resultaba frustrante no saber cuánto tiempo había transcurrido desde que hablaron por última vez con Cheshire... o desde que entraron por el Umbral al País de las Maravillas. Parecía que el tiempo no transcurría en ese extraño mundo.
Finalmente, ambos chiquillos rozaron el suelo y al fin pudieron abrir los ojos, que habían mantenido fuertemente cerrados hasta aquel momento. Sin embargo, sus manos continuaron entrelazadas.
—¡Vaya! Tal y como nos advirtió Cheshire, este lugar es espantoso—comentó asombrada la hermana menor, contemplando los gigantescos muros del Laberinto —aquel que una vez fue el Campo de Crocket y jardín de juegos de la Reina— y sus largos corredores que se extendían hacía el horizonte y que poseían numerosas ramificaciones y desvíos.
—Ese maldito Gato...—gruñó el hermano mayor, pues Cheshire no le resultaba muy agradable y por cualquier razón no confiaba en él—. Solo espero que no nos haya tomado el pelo y que podamos salir de aquí cuanto antes a través de ese Portal, la Madriguera.
—Cierto. Debemos darnos prisa para encontrarla, antes de que el Laberinto... cambie—concluyó la chiquilla.
Eso era algo que Cheshire también les había explicado: ambos hermanos debían dirigirse hacia la Aldea de Porcelana, pues allí residía un misterioso viajero errante que tal vez podía conocer la ubicación exacta de los Ojos de la Reina; dos esferas de poder que los hermanos debían destruir para mitigar los poderes malignos de la cruel soberana del País de las Maravillas. Para ello debían tomar un Portal con forma de Madriguera que los llevara directamente hacia dicho destino. Lo peor de ese asunto era que la Madriguera se encontraba oculta en un laberinto gigantesco; el Laberinto, que además de albergar diversos peligros y horrores, éste cambiaba de forma cada cierto tiempo.
—Bien, no perdamos más tiempo—urgió el chico, con su habitual tono de voz serio.
Los niños, decididos, dieron su primer paso. Sin embargo, un sonido pegajoso les paró en seco. ¿Qué habían chafado? Cuando bajaron sus miradas, sus expresiones cambiaron de incertidumbre a horror: el suelo se hallaba completamente recubierto de curiosos tréboles de cuatro hojas —según las habladurías, eran aquellos que atraían la buena suerte—, pero aquel manto que debería ser verde estaba totalmente teñido de rojo a causa de la sangre que emanaba de los corazones que se ocultaban bajo la extensa capa de tréboles. Corazones enteros que al pisar el suelo inevitablemente reventaban y explotaban esparciendo su líquido carmesí por todo el terreno, empapando de sangre los tréboles, las zapatillas y los tobillos de los niños.
Editado: 27.08.2018