El valle se expandía más allá del horizonte de tal forma que llegaba cierto límite en que una fina línea entrelazaba el verde pasto con el cielo celeste, uniéndolos así en perfecta armonía. Un fuerte viento se levantó haciendo que la ropa de los niños se sacudiera y sus cabellos revolotearan en todas las direcciones y de todas las maneras posibles, despeinándolos. Sin embargo, el cielo se mantenía claro y despejado, pues ninguna nube cubría el firmamento azul. No parecía que fuera a llover. No obstante, desde que habían llegado al País de las Maravillas nunca les había sorprendido una tormenta. ¿Es que allí nunca llovía? De todas formas, ahora no era el momento de pensar en la lluvia puesto que lo que tenían ante sus ojos era más extraño, y por lo tanto, sentían más curiosidad por ello que por la desconocida meteorología de aquel pintoresco País.
Los finos pétalos azules volaban por el cielo como si danzaran delicadamente siguiendo el ritmo de una dulce melodía, desperdigándose por todas direcciones, posándose en el cabello y en los ropajes de los hermanos, y también en el suave césped, donde se empezaba a formar un mullido manto azul pálido.
Y justo enfrente de los niños se alzaba el imponente árbol. ¡Era colosal! Desde luego, se trataba de un árbol gigantesco que superaba en altura y anchura a todos los árboles que habían visto hasta el momento. Su grueso tronco marrón se alzaba hacia el cielo, y sus diversas ramas se entrelazaban y se desparramaban por todas direcciones. De ese variado ramaje crecían multitud de flores azules que cubrían todas las ramas casi al completo. Bajo el extenso follaje se proyectaba una agradable sombra y era justo allí donde los pequeños vieron aquello que les sorprendió tanto.
Pues bajo la sombra de aquel árbol colosal se hallaba una larga mesa rectangular sobre la que se expandía un mantel a cuadros blancos y azules. Sobre el mantel, el manjar más suculento se presentaba ante los curiosos ojos de los niños: sabrosas cañas azucaradas recubiertas de caramelo, ricas tartitartas cubiertas de sirope de fresa, crujientes tortitas bañadas en chocolate caliente y montañas de nata fresca, enormes rosquillas glaseadas de vainilla cubiertas con coloridos anisetes, esponjosas magdalenas rellenas de chocolate y recubiertas con Lacasitos multicolores, rosas azucaradas, refrescante helado de menta con trocitos de chocolate, dulce de leche, delicioso tiramisú, largos dedos de jengibre, turrón de mil sabores diferentes, tartas de fresas, arándanos y a los tres chocolates, suave flan de almendra, variados polvorones y todo tipo de bombones y chocolates. Además, los hermanos contemplaron alucinados cómo un largo trenecito de juguete marchaba por la mesa y sobre sus pequeños raíles transportando bandejitas con azúcar, siropes, anisetes y demás golosinas. ¡Era asombroso!
Sin embargo, aquella bonita imagen se empañaba a causa de las tres criaturas más extrañas y escandalosas que los niños habían visto en sus vidas. Aquellos seres se servían dulces y bebidas, y comían al mismo tiempo que danzaban frenéticamente alrededor de la mesa mientras cantaban a gritos. Entonaban algo así como «¡Feliz no-cumpleaños!». Sin embargo, era tanto el ruido que hacían que los hermanos no pudieron estar del todo seguros.
—¿Hola?—saludaron los niños con indecisión cuando se aproximaron lo suficiente a las tres criaturas—. ¿Qué estáis haciendo?
Aquellos seres cesaron sus cánticos y su delirante danza nada más oír la voz de los pequeños, pues los habían sacado del rítmico trance en el que se encontraban. Cuando se giraron a mirar a la pareja de hermanos que los observaban con un deje de curiosidad titilando en sus orbes grises, éstos pudieron contemplar detalladamente a aquellas peculiares criaturas de apariencia todavía más estrafalaria.
Había un pequeño roedor de aspecto somnoliento, que sin lugar a dudas les recordó a un lirón. Su pelaje oscuro estaba oculto tras una chaqueta de cuero roja. Situado enfrente del lirón, otra criatura semejante a una liebre se servía cuatro tazas de Té Azul que ingería de un solo sorbo. Por atuendo llevaba una camisa manchada de pastel y una descolorida chaqueta de terciopelo azul. Por último y precediendo la larga mesa, un hombre muy alto —los niños juraron que mediría más de dos metros cuando lo vieron bailar— y de extravagante apariencia, daba fuertes palmadas en la cabeza del pequeño lirón para que no se durmiera. El peculiar hombre de rizada cabellera rojiza y ojos violáceos vestía un esmoquin verde que antaño debió ser elegante, pero ahora no parecía más que un viejo harapo desgastado. Y lo más curioso de su vestimenta era aquel enorme sombrero que portaba, más grande incluso que su cabeza. Unos enmarañados rizos sobresalían de su gigantesca chistera verde, dándole un aspecto cómico.
Editado: 27.08.2018