Una chica que no estaba de mal ver se aupaba de puntillas para alcanzar uno de los libros de los estantes superiores de la sección de filosofía de la biblioteca.
Joel tamborileaba su bolígrafo sobre la mesa en la que se encontraba. Con la mano ejerciendo de apoyo para su mentón, se mostraba aburrido ante aquella escena, así como con todas las demás. Los estudiantes atareados de aquí para allá, cargando con sus carpetas rosas que ese año la universidad había propuesto.
Sí, rosas.
Como la malteada de Victoria.
Una vez más, Joel sacudió su cabeza tratando de exorcizar aquellos pensamientos. Pero le resultaba del todo imposible.
Frente a él, junto a los apuntes desperdigados de varias asignaturas, reposaban su libreta y el diario personal de Victoria.
Uno de ellos de hecho, el destinado a albergar la historia que estaban viviendo.
¿Se acabaría convirtiendo en algo más cercano al género de terror?
En ello reflexionaba a menudo Joel.
Y, por más vueltas que le daba, el recurrente color rosa que parecía regir sus días regresaba una y otra vez.
Su vida le había conducido, en la eterna búsqueda del amor utópico, por toda suerte de relaciones que habían tocado techo con Neuis, su actual pareja. Tras un gran número de años de relación, no obstante, lo que parecía seguro y firme a todas luces, se estaba tambaleando al ritmo de la gran vibración que aquél terremoto estaba ocasionando en su corazón.
No se trataba del terremoto Victoria.
Ni del terremoto Manía Bipolar.
Era como si los cimientos de su vida supiesen que, desde las profundidades de su alma, un deseo envuelto con sueños ancestrales ardía intacto al paso del tiempo y las inclemencias del transcurrir del destino.
La chica filósofa pasó por su lado, dedicándole una sonrisa que no obtuvo respuesta.
Quizá Tylerskar tuviese suficiente con ese guiño para armar una conquista exprés. Una foerización. Maldita sea, hasta ahí, en las capas más íntimas de su pensamiento, aquella tropa aparecía con la soltura de un experto bailarín diestro en la materia.
Joel sentía la cercanía del gran abismo bajo sus pies.
El vacío al que podía caer si daba un paso en falso.
No obstante, bien cerca, se encontraba el saliente al nuevo continente, a una nueva época, a una vida que parecía refulgir con una hermosa promesa de felicidad. Eso sí, requería del siempre fácil de pronunciar salto de fe. Un movimiento tan grácil como simple en apariencia, pero que por la experiencia de Joel solía llevar asociada una abrumadora cantidad de cambios y consecuencias.
Por lo pronto, todo cuanto conocía se tambaleaba ante un terremoto que crecía paulatinamente en intensidad.
Lo hacía a cada palabra que leía de aquel diario. A cada frase que redactaba en su propia libreta.
La atractiva y simpática camarera de la cafetería, Victoria, pertenecía a un club literario secreto.
Y había bastado un solo relato por parte de Joel, dedicado a engrosar una antología en la que el grupo estaba trabajando, para que todas las alarmas saltasen no hacía mucho.
Los sentimientos se hicieron evidentes, casi palpables, cuando se descubrió introduciendo a la camarera en su mundo de fantasía y cruda realidad.
Desde entonces sus pensamientos nadaban en un mar de rosa malteada.
Por eso había casi despreciado el guiño en forma de sonrisa por parte de aquella compañera.
La sed lo asaltó de súbito, haciendo que se reclinase en la pequeña silla de la biblioteca frotándose los ojos.
Desde aquella media distancia, contempló los apuntes desperdigados sobre la gran mesa donde otros compañeros trataban, a su vez, de concentrarse. Se acercaban las fiestas navideñas, y a la vuelta de la esquina un sinfín de enemigos a batir en forma de exámenes asomaban.
Pero Joel necesitaba un trago.
Una ronda de Victoria.
Cuando entró en la cafetería, el corazón le dio un vuelco por la pena al ver al cocinero tras la barra.
Se quedó momentáneamente parado, en una posición algo estúpida, en la entrada del local.
Cuando Victoria pasó fugazmente por su lado, condujo un dedo a la barbilla de Joel, cerrando así su boca entreabierta.
--¡Estás en babia, chico!
A Joel se le escapó una risilla aún más estúpida que lo que su pose sugería, y dándose cuenta de ello, reconstruyó su cara de póker y una postura corporal que trataba de emular cierto aire chulesco.
A Victoria todo aquello parecía divertirla, a juzgar por la sonrisa de oreja a oreja que lucía imborrable.
Juntos avanzaron cada uno a su respectivo lado de la barra.
—¿Qué ponemos, señor escritor? —Joel sonrió ante aquello.
—Una Heineken, que ya es mediodía. —Palmeó la barra con energía al pronunciar la marca de cerveza.
El primer y largo trago descendió por su garganta mientras sentía como su mente se agudizaba. No necesitó ni siquiera apartar la botella de su rostro para sentir como su mirada había cambiado, así como su proceder y forma de pensar.
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Editado: 19.03.2019