Día 8 - Mensajes del mas allá
En el primer aniversario de la muerte de mi hermana, llegó una carta. Fue entregada directamente por una persona que decía ser un viejo amigo de ella, y que unos días antes de fallecer le pidió que me diera el sobre, exactamente hoy.
— ¿Por qué te pidió hacerlo tan tarde? —pregunté, sintiendo como la rabia me invadía. Era como entrar de nuevo al tortuoso ciclo de duelo.
La persona me miró en silencio un par de segundos, luego sonrió.
—Creo que sabes la respuesta —dijo, hundiendo los hombros— Sabes que tu hermana siempre fue «peculiar», y esos últimos días antes de su accidente…
Apreté los labios, irritada. No necesitaba el recordatorio. Su hermana mayor siempre fue rara, divertida y espontanea, pero extraña. Acepté el sobre y la persona se despidió con un asentimiento de cabeza. Cerré la puerta y regresé a la sala, donde unos cuantos miembros de la familia esperaban para continuar con la ceremonia.
Yo estaba harta.
— ¿Quién era? —mi madre preguntó, estirando su cuello, como si pudiera ver a través de la pared del pasillo.
—Un vendedor —mentí.
Me senté en el sofá, y observé a toda esa horda de hipócritas hablar sobre una persona que no era mi hermana. Lo soporté lo mejor que pude, por respeto a mi abuela, que me miraba con tristeza, casi esperando que hiciera una escena. Y para ser honestos, me hubiera encantado hacerla, pero luego de esa «visita», solo quería encerrarme en mi cuarto, y gritar.
Despedí a mi abuela con un abrazo y un beso en la mejilla, ella susurró en mi oído lo orgullosa que estaba de mí, luego me sonrió al alejarse, diciendo que ella se sentía igual, pero cuando te rodeaban los buitres, debías fingir ser uno de ellos, o te atacarían entre todos.
Ignoré el llamado de mi madre, insistiendo que la acompañara para un brindis a nombre de mi hermana. Me mordí la lengua, deseando gritarle tantas cosas, pero sentía como si una fuerza invisible me empujara hacia el segundo piso. El sobre de papel quemaba en mi bolsillo trasero, y por alguna razón, hacía más frío de lo normal.
Caminé por el pasillo, suspirando, anticipando el espectáculo que daría a mi almohada, ni siquiera tenía la libertad de expresar lo que sentía como una persona normal.
La puerta del cuarto de mi hermana se abrió. El chirrido de ultratumba me congeló en mi lugar, eso llevaba pasando desde algunos días, pero estaba tan encerrada en mi odio que no le di la importancia que necesitaba.
Di un paso. Silencio. Miré para ambos lados, casi deseando que algún miembro de la familia saliera de ahí, tenían la costumbre de revisar todo. Pero nadie salió. Tragué el nudo en mi garganta y seguí caminando.
La puerta se abrió de golpe.
Yo dejé salir un grito ahogado. Me cubrí la boca, aterrada. ¿Qué estaba pasando?
— ¿Quién está ahí? —pregunté, pero mi voz se quebró.
Silencio. Di un paso, alejándome de ahí, nada pasó. Retrocedí uno más, el frío me llegaba a la nuca. Una ráfaga de viento congelado se coló por la habitación de mi difunta hermana. Pero mi terquedad era enorme. Me giré, dispuesta a correr, y choqué con la nada. Mi mano tocaba algo que no estaba ahí. Miré a mi espalda, y como si alguien estuviera detrás de mí, me empujaron con violencia hasta meterme al cuarto de mi hermana.
La puerta se cerró de golpe y dentro solo había oscuridad. Yo comencé a llorar, aterrada, histérica y enfurecida por lo que pasaba. Y, como si una luz se encendiera en mi cabeza, saqué la carta de mi bolsillo.
— ¡Está bien! —grité, perdiendo todas mis fuerzas.— ¡Si quieres que lea tu maldita la carta lo haré! ¡Siempre tienes que ser tan dramática!
Silencio.
Mientras leía las hermosas palabras que mi hermana había dejado para mí, la temperatura fue regresando a la normalidad. Sin duda había valido la pena el susto.
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Editado: 22.06.2023